Teníamos otra idea del apocalipsis, algo más cinematográfico, más radical, con alarmas sonando, cielos anaranjados, gente corriendo por sus vidas. Pero no, parece que, si ya llegó, lo hizo de manera mucho más discreta, como quien no quiere que nos demos cuenta de que está aquí.
Vivimos un colapso tan fragmentado que ya ni le reconocemos como tal. Vamos de tragedia en tragedia, un día es acá, el otro en cualquier lugar del planeta, y el efecto, inevitable, es el adormecimiento, una especie de catástrofe en cámara lenta que no asusta lo suficiente como para actuar, pero tampoco nos deja en paz.
El filósofo Byung-Chul Han habla de la “fatiga de lo permanente”, esa saturación de estímulos y responsabilidades que nos agota sin que sepamos muy bien por qué. La ansiedad ya no viene de lo excepcional, sino de lo cotidiano. Abrimos el teléfono como quien abre una compuerta, y lo que se desborda no es información, sino confusión.
Tal vez el problema no es el ruido incesante del mundo, sino nuestra expectativa de que el colapso sería espectacular. Posiblemente no habrá una gran explosión ni un final de temporada alucinante, sino más bien un desgaste progresivo de lo que creíamos estable: las instituciones, los vínculos, la verdad. Tal vez el apocalipsis es este cansancio colectivo, esta sospecha de que nada va a mejorar, pero igual hay que seguir, igual hay que levantarse temprano.
Y, sin embargo, aquí estamos, todavía discutimos, soñamos, luchamos, todavía seguimos con la rutina diaria, quizá no sea porque todo esté bien, sino porque negarnos a la desesperanza es nuestra manera de luchar, de resistir. No es que el apocalipsis no haya llegado, es solo que no se parece a lo que esperábamos, y tal vez por eso, todavía podemos hacer algo. (O)
@ceciliaugalde