Julio es mes de birretes, discursos y lágrimas furtivas. En cada ceremonia se celebra no solo el esfuerzo del estudiante, sino un logro colectivo que empezó en la casa, con tareas hechas a deshoras y loncheras armadas a último minuto. La escuela, por su parte, brindó contención y esperanza; ¿y la sociedad…? bueno, ahí es donde la cosa se pone más complicada. Porque mientras el estudiante recibe el diploma y la selfie obligatoria, esa misma sociedad a veces olvida que tiene el papel de asegurar un entorno donde ese logro pueda convertirse en oportunidad.
“Mijito, el graduado”, decían los padres con orgullo, como quien exhibía una medalla ganada entre todos. Esa frase, que aún sobrevive el pasar del tiempo en nuestros grupos de WhatsApp, es testimonio de que graduarse sigue siendo un privilegio. Lo era entonces, lo es ahora. Porque aunque las aulas se han llenado, el acceso a un futuro digno tras la graduación todavía no es un derecho garantizado. Las brechas de clase y territorio siguen dictando quién encuentra trabajo, quién migra y quién vuelve a empezar desde cero.
Y es que en las aulas se cumple con entregar herramientas, la casa con formar valores, pero es la sociedad la que debería ofrecer el terreno para que esos jóvenes siembren lo aprendido. Una deuda que arrastramos con cada nueva promoción que ve cómo su esfuerzo no siempre encuentra dónde aterrizar. La pandemia agudizó este desfase: las aulas se digitalizaron, pero el futuro sigue esperando señal.
Escribo con la ilusión en el corazón y el nudo atrapado en la garganta. Esta semana, mi hijo Caleb se graduó en Comunicación, con pasos que transitan por el periodismo deportivo. Lo miro, como a tantos de su generación post-pandémica, con esa mezcla de expectativa y vértigo porque les toca lanzarse a un mundo donde la estabilidad laboral es una utopía o un acto de fe. Él espera lo mismo que su padre y yo tuvimos: una oportunidad justa. Nada más, pero tampoco menos.
Por eso no pierde vigencia la expresión de “mijito, el graduado” no es solo una frase de orgullo sino un recordatorio: el título no es la meta, es el punto de partida. Y como sociedad, deberíamos tener lista la pista de despegue. No vaya a ser que, después del brindis y la foto, tengamos que decirles: “Felicitaciones… y buena suerte”, como quien lanza un mensaje en una botella. (O)
