En las clases de Comunicación Política suelo decir que el verdadero poder se mide por la capacidad de instalar un tema en la mesa del café de domingo. Ahí, entre la indignación de la tía, la opinión del abuelo y el escepticismo de los nietos, se libra una de las batallas más decisivas. Esa escena familiar no es otra cosa que un ejercicio de instalación de agenda. Una práctica que resulta indispensable para el éxito de la clase política. El juego de poder hoy se manifiesta en cuántas veces se logra posicionar una narrativa en los medios, en las redes y, por supuesto, en el café familiar.
El presidente Noboa es consciente de la virtud de las conversaciones, y su rol ha sido buscar temas que funcionen estratégicamente para el cumplimiento de sus objetivos. Para el gobierno, una discusión sobre seguridad se convierte en una disyuntiva binaria: o están con nosotros o están con los narcos. La perspectiva maniquea —rasgo clásico del populismo— fue evidente en el anuncio sobre la recaptura de alias «Fito» y también en el tratamiento del proyecto de ley sobre seguridad, al punto que quien objete los derechos a la privacidad termina catalogado como cómplice de delincuentes. Para Noboa, gobernar implica gestionar el conflicto. Necesita un antagonista para tener contra quién medirse. Así, el café de la tarde se llena de opiniones sobre castración química, pero vacila ante la ausencia de debates sobre prevención, protección o justicia para las víctimas.
El presidente de la Asamblea, Niels Olsen ha entendido que la velocidad también comunica. «Siete leyes en siete semanas» suena más a promoción de supermercado que a deliberación legislativa, pero funciona. En política parece que el marketing importa tanto como el contenido, y si de paso se despide a 40 funcionarios (aunque algunos sean parientes de los propios), el titular se escribe solo. ¿Importan los cuestionamientos de inconstitucionalidad? No mucho, mientras en el café se siga hablando del “guapo político que sí trabaja”.
Quienes no han logrado instalar un tema favorable en la conversación pública han sido los grupos de oposición. Salvo las veces que se quedan sin micrófonos, las fracturas internas que se evidencian o los proyectos que firman sin leer, no hay una capacidad real de incidir —en los marcos más convenientes para ellos— con temáticas que sirvan para ejercer una fiscalización efectiva o, al menos, una crítica formal a la política oficial.
Mientras tanto, la verdadera agenda, la del pueblo —esa que debería dominar las conversaciones políticas—, la de las soluciones en seguridad, empleo y salud, no logra instalarse ni en los titulares, mucho menos en los debates institucionales. Esa agenda está en la mesa del café del domingo: la trae la tía, la comenta el abuelo, y los jóvenes, que casi siempre terminan decepcionados.