La poesía india de hace miles de años habla de combates atómicos que se dieron, por ejemplo, entre unos hermanos, gemelos, cuyo destello era “cien veces más brillante que el sol”. Entonces, dice el relato, el humano creó el Destructor de los Mundos. La evidencia ha marcado en el vitrificamiento de los elementos en prácticamente todos los continentes. Para que la piedra se transforme en vidrio son necesarios miles de grados, temperatura no alcanzable con hervir agua o calentar con madera, como tercamente la ciencia coetánea insiste en hacernos creer. Algo más potente debieron fusionar para convertir en infierno aquella parte del mundo en esas épocas tan pretéritas, como lo hizo EE.UU. pero en agosto de 1945 en Japón.
En la práctica el país nipón ya había perdido la guerra en la batalla de Midway cuando los estadounidenses hundieron 4 de sus portaviones en apenas 5 minutos; pero fiel a su vigor marcial tradicional, continuaron combatiéndolos ya no ofensivamente si no sólo defensivamente y se preparaban para el intento de ocupación militar de su país. Estados neutrales los advirtieron, y lo sabía muy bien, que una rendición a tiempo evitaría mayores dolencias sobre todo a la población. No escucharon. Una sumisión incondicional era impensable, un insulto e indignidad solamente pagable con la muerte para los militares “águilas” que impusieron su opinión a los “palomas”, el sector combatiente menos extremo, más tolerante y receptivo a un ocasional diálogo.
Hiroshima y Nagasaki, ciudades crasamente ocupadas pagaron la tozudez gubernamental. Con diferencia de apenas 3 días cientos de miles de civiles murieron infame, cruel y cobardemente al instante y miles más después por efecto de la radiación de las bombas atómicas botadas por los Estados Unidos que trajeron de nuevo al ya mencionado por los indios Destructor de los Mundos, el temido desencadenador del poder de la partícula más pequeña de la materia, la forma de energía no hecha y prohibida para el humano en época de paz y no digamos en guerra. (O)