Este término lo usamos hoy para referirnos a alguien que ha sido apartado de la vida pública, olvidado o marginado. Esta palabra se origina en una práctica política usual e inhumana de la Atenas del siglo V a.C. donde el ostracismo no era un castigo cualquiera, sino una costumbre muy característica de la democracia de aquel entonces: una simple frase podía enviar a un ciudadano al exilio durante una década.
La democracia griega surgió con el propósito de equilibrar el poder y promover la participación en la vida pública, pero también de prevenir la instauración de una tiranía. Para evitar que un líder codicioso acaparara excesiva influencia, se instauró el ostracismo, atribuido a Clístenes hacia el año 508 a.C.
Cada año, en una asamblea, los ciudadanos decidían si era necesario convocar un ostracismo. Si se aprobaba, en una segunda votación escribían el nombre de la persona que querían desterrar en un trozo de cerámica rota llamado “óstrakon”, de ahí el nombre.
La persona exiliada no perdía sus bienes ni estatus social, pero no podía traspasar los límites de la ciudad durante diez años. Pasado ese tiempo, se reintegraba a su vida anterior sin problema. Los expatriados a menudo habían traído éxito y prosperidad a Atenas. Por lo general, eran políticos brillantes, generales victoriosos o aristócratas con gran popularidad que despertaban temor y envidia entre sus adversarios. En cierto modo, era un aviso de que en la democracia ateniense el exceso de poder, incluso el bienintencionado, podía tornarse peligroso.
Con el tiempo el ostracismo cayó en desuso, pues surgieron otros mecanismos de control político y este resultaba muy burdo para la compleja y creciente política ateniense. El último caso registrado fue en el 417 a.C. contra un tal Hipérbolo. Lo irónico fue que él mismo propuso el ostracismo contra dos rivales políticos, pero estos se aliaron antes de la segunda votación e influyeron para que el exiliado fuera el propio Hipérbolo.
En la actualidad, el ostracismo ha quedado como una metáfora de exclusión social. Su origen nos recuerda hasta qué punto la democracia antigua combinaba procedimientos reformadores que hoy nos resultan obsoletos y extraños. Al fin y al cabo, aquella práctica demostraba que los atenienses desconfiaban tanto de los tiranos buenos, como de los tiranos malos. (O)




