Es medio día, el sol candente no amedrenta a doña Carmen. Sabe que es hora pico y el lento tráfico de la Huayna Cápac le permite vender funditas de papas fritas y canguil, hasta las dos ya termina. Tiene setenta años, aprovecha el cambio de semáforos para ubicarse en la línea divisoria de la avenida: “peligro en la calle siempre hay…, ahora vengo acá. En el centro hay mucha gentecita vendiendo”. Como ella, la señora María extiende su cuartito hasta la acera; chompas, pantalones, blusas, zapatos de taco y deportivos, juguetes, ollas y sartenes que recoge en casas de “sus conocidos”. Lava y repara la ropa, compone los juguetes y, en caso de ser necesario, pule ollas y sartenes. La vejez y el desgaste de sus productos compiten con su prematuro envejecimiento, aun joven quedó viuda, no tuvo hijos; sus sobrinos viven en Ibarra, me cuenta: “ropita vieja es, pero sirve todavía. Sí saco alguito, tengo mis clientitos… algunos son pobres, pobres, y a ellos si les rebajo. Uno debe ser solidaria”. Como ellas, muchos más. Coches de bebés adaptados como mostrador de bazar, o como exhibidor de accesorios para vehículos, o como cocina rodante de empanadas y café, chocolate con churros. Gente de todas las edades ofreciendo postres, artesanías, rosas en parques, calles y avenidas; artistas exhibiéndose como estatuas vivientes, otros ofreciendo sus malabares y habilidades. Todos buscando el pan de cada día y el pago del arriendo. Mientras las cifras oficiales aplauden la reducción del déficit y disminución del riesgo país, en las esquinas de la ciudad la economía se mide en funditas de papas, en ropa remendada y en la solidaridad de quienes venden para sobrevivir. (O)




