
La violencia política, finalmente acabó con la vida de Miguel Uribe Turbay, joven político colombiano, hace dos meses baleado por un menor de edad, brazo ejecutor de quienes se parapetan de esta manera vil y cobarde para conseguir sus fines protervos.
Uribe Turbay, heredero de un linaje político de larga data, además de haber sufrido por el asesinato de su madre, víctima del secuestro dispuesto por las narco mafias, se perfilaba como el seguro candidato presidencial representando a la derecha colombiana, cuyo máximo exponente, el expresidente Álvaro Uribe acaba de ser condenado a doce años de prisión, acusado de haber comprado testigos falsos, el rezago de su lucha frontal y decisiva contra los grupos guerrilleros, con los cuales nunca pactó.
Siendo senador, el malogrado político se convirtió en feroz opositor del izquierdista y exguerrillero Gustavo Petro, el actual presidente, cuya gestión es ampliamente criticada, hasta por sus cercanos colaboradores tras dejarlo en la vereda.
El asesinato de Uribe es uno más de los tantos que ocurren en Colombia en contra de políticos, incluyendo precandidatos o candidatos presidenciales.
Lamentablemente la violencia es parte de su cotidianeidad. Su pacificación, un sueño incumplido. En cuanto asoma la voluntad política para lograrlo, se dispara, dejando un reguero de sangre y cobrando vidas como acaba de suceder con la de Uribe.
Las guerrillas, con mayor ímpetu las fuerzas disidentes de grupos de igual calaña, la mayoría dedicadas al narcotráfico, se han fortalecido. Los pretendidos diálogos en pro de la pacificación son un fracaso; o un remedo para disimular el rol entre antiguos aliados, muchos camuflados en el Gobierno.
Dos meses después del atentado, las investigaciones no dicen gran cosa sobre sus autores intelectuales, sus financistas, peor del entramado. He allí el reto del Gobierno, de la Justicia para esclarecer y castigar a los malhechores. ¿Lo sabremos?