Los recuerdos (V)

Jorge Dávila Vázquez

¡Ah, las extraordinarias mujeres de mi infancia! Algunas de la familia, otras, vecinas del campo y la ciudad; no pocas, amigas de mi madre y mis tías del Barrio de San Blas, en el que nací y permanecí hasta los 15 años.

Evocarlas me llena el corazón de viejas ternuras, diminutivos y mimos de todas clases, desde la palabra buena hasta la golosina que sabían me encantaba, y que la preparaban con sus propias manos.

Mujeres sabias, que curaban del espanto o el mal de ojo, con un atado de hierbas de olor fuerte -ruda, santa maría, altamisa, entre otras-, huevo del día, y una especie de cantinela misteriosa que repetían mientras echaban la enfermedad del cuerpo, y hacían cruces con un polvo de carbones extraños, quizás de las mismas hierbas maravillosas, mezclado con saliva.

Mujeres sin compañía masculina –en mi monólogo “Penélope”, se insinúa que el lugar en que se desarrolla el pequeño drama de una mujer fuerte y que espera sin fin a su marido, es un sitio de mujeres solas. Recuerdo algunas, como tres, madres de las jovencitas más atractivas del barrio, a las que casi no se les conocía marido. Ellas mantenían y vigilaban la casa, los hijos, los parientes; mi reiterada admiración por todas.

Mujeres trabajadoras: en los campos laboraban de igual a igual con sus maridos, y parecían tan fuertes como ellos, cuando los enfrentaban en esa guerra del pavoroso aguardiente. Y eran las que cuidaban del hogar, el ganado, el corral, la cocina, el huerto. ¡Impresionantes!

En la ciudad estaban las que hacían labores delicadas como el bordado, el tejido, la costura fina; las que vestían a las damas elegantes, velando junto a la máquina de coser, con una miserable lamparita, en busca de la perfección de sus tareas. Y eran las que se ocupaban de alimentar al esposo, a los chicos, y a algún vecino con carita famélica, que asomaba por ahí. ¡Inolvidables!

Y estaban las de los oficios humildes: vender carbón, proveer el pequeño abarrote, batir alfeñiques, preparar comidas para la venta, asear la casa, lavar la ropa, cuidar de la apariencia de la familia, que no importara fuera pobre, pero impecable. ¡Benditas todas!

No es un recuento global, de todas esas bienaventuradas mujeres de otro tiempo, solo un tributo a su memoria inmortal. (O)