Morbo, escándalo y likes

Rubén Darío Buitrón

De nada sirvieron los ruegos y clamores de los familiares de dos de las recientes víctimas de la violencia urbana y la delincuencia en Guayaquil.

A pesar del pedido de que no se difundieran las dolorosas escenas con las imágenes de los momentos en que un niño fue alcanzado por un cruce de balas en una heladería del centro de la ciudad y de cómo murió el famoso atleta que cayó bajo los proyectiles de presuntos sicarios, más pudo la conducta patológica de ciertos periodistas y de ciertos tuiteros y feisbuqueros que, con su actitud, lograron escandalizar y psicosear al país más de lo que ya está desde que se desató una guerra entre un enemigo invisible y la sociedad.

No se trata de censura a los contenidos ni de atentar contra la libertad de prensa. No se trata de señalar con el dedo a los responsables. Se trata de que el país entienda que el morbo, el escándalo y el número de “likes” no ayudan a lo que en estos momentos más necesitamos: repensar en una estrategia global que no implique un peligroso “toma y daca” y que tampoco ponga sobre los hombros de los militares y los policías la responsabilidad de repeler la violencia con más violencia.

Nada de lo que haga el Gobierno por su cuenta ayudará a bajar el cada vez mayor índice de criminalidad. Porque responder con la ley del talión nos podría enredar en una espiral incontenible sin posibilidades de volver atrás.

En el portal Almacén del Derecho, el analista Jesús Alfaro explica que la ley del talión («ojo por ojo») estaba extendida por todo el mundo antiguo: “Dice Francesco Parisi que aunque hoy se concibe esta regla de revancha como salvaje, representó un avance en el Derecho antiguo ya que redujo la retribución –el castigo– por un acto injusto o dañino a cuantías proporcionales”.

Sobre todo, precisa Alfaro, “la Ley del Talión permitió medir los daños, calcular las indemnizaciones a falta de ‘precios de mercado’ para los delitos contra las personas, es decir, en el ámbito de las relaciones humanas que no eran voluntarias. Su relevancia en el mundo antiguo era enorme ya que abarcaba la mayor parte de las interacciones entre los miembros del grupo. Disponer de un sistema de determinación de daños era de la mayor importancia para salvaguardar la paz social”.

Pero han pasado los siglos y hoy contamos -al menos en teoría- con una civilización y una cultura que no contemplan el “ojo por ojo”, sino que apelan a las leyes, a los códigos penales, a la aplicación equilibrada y proporcional de la sanción por parte de quienes administran justicia.

Sin embargo, ha sido penoso escuchar a mucha gente decir “está bien que se maten entre ellos” como si todo lo que está sucediendo en las cárceles no nos incumbiera.

Primero, habría que recordar aquella máxima del poeta peruano César Vallejo: “Nada humano me es ajeno”.

Segundo, hoy más que nunca es necesario entender que las largas y afiladas uñas del narcotráfico se alimentan de los vacíos, las carencias y la escasez en que se ha sumido a una gran parte de la población, vacíos que tienen que ver, directamente, con la pobreza, con la marginalidad, con la discriminación, con la falta de empleo adecuado, con la falta de un gran acuerdo social que recupere los valores y principios de la convivencia colectiva.

Tercero, hay que entender que aquella actitud de que “no me importa” o “no es conmigo” la que más daño hace a una colectividad. Si los ecuatorianos empezamos a perder la perspectiva de lo que está ocurriendo y vamos reduciendo nuestros niveles de sensibilidad y asombro, dejaremos en manos de otros que hagan el trabajo y nada nos garantiza que lo hagan bien.

Cuarto, la decisión del presidente Lasso de declarar en estado de emergencia a nueve provincias, acompañada de sacar a las calles al Ejército y a la Policía Nacional, conlleva el peligro de la impunidad de los agentes del orden por asesinatos extrajudiciales una vez que el mandatario anunció la creación de una instancia de asistencia y protección legal a los uniformados que fueren acusados por abusos de autoridad o excesos en el uso de la fuerza.

¿Cómo el ciudadano de a pie puede contribuir a pacificar el país y bajar el nivel de la violencia del sicariato y de los delitos contra la propiedad privada como robos, asaltos y secuestros, entre otros males que estamos sufriendo ahora?

Es preciso que el Gobierno no tome decisiones unilaterales que más parecen actos de desesperación para cambiar la imagen institucional que medidas realmente efectivas.

Lasso y sus asesores deberían conocer lo que pasó entre 2006 y 2010 en México, cuando el presidente Felipe Calderón declaró la “guerra al narcotráfico”. Según el estudioso César Morales Oyarbide, de la revista digital Nueva Sociedad, “la guerra frontal contra el narcotráfico lanzada por el gobierno de Calderón produjo efectos totalmente contrarios a lo que, se supone, era el objetivo del Estado.

“Lo que ocurrió fue que aumentó la venta y el consumo de drogas en las calles, hubo más violencia y una mayor penetración del crimen organizado en las instituciones estatales, violaciones a los derechos humanos y el nacimiento de un nuevo paramilitarismo. El fracaso de la estrategia punitiva fue evidente y detrás de ese fracaso se esconde una debilidad crónica del Estado”.

Por ello -dice el analista- es necesario diseñar planes integrales enfocados en la reducción de daños, no limitarse a lanzar la responsabilidad al Ejército y a la Policía y contemplar la prevención y los aspectos sociales del problema.

En el artículo del cual hemos tomado los puntos más relevantes, César Morales dice que es difícil defender la estrategia del Gobierno que entiende el tema narco como un problema de seguridad que hay que atacar por medios policíacos y militares.

“No solo porque la información disponible demuestra que los argumentos que en su momento se manejaron como justificaciones de esta estrategia son cuestionables, sino porque las medidas adoptadas, además de no haber cumplido los objetivos señalados, han generado una serie de consecuencias funestas y unos costos materiales y humanos que difícilmente se compensan con sus triunfos. Se trata, como titula un reciente libro sobre el tema, de una guerra fallida”, concluye Morales.

Por razones como esta resulta temeraria la repetitiva y obsoleta propuesta de los líderes socialcristianos de permitir a los ciudadanos el libre porte de armas el uso legal e indiscriminado de armas.

La violencia no se combate con más violencia. Se la enfrenta como un problema estructural del Estado y se trazan grandes líneas de trabajo en el entendido de que la venta y el consumo de drogas son un tema de salud pública y de que el aumento de la delincuencia se debe a una serie de factores que tienen que ver con las políticas sociales y económicas en beneficio de los sectores más desposeídos a los cuales el Estado ha venido dando las espaldas desde hace muchos años.

Más muertos y más terror no son una solución del problema. Podrá tapárselo por un corto tiempo, pero luego emergerá con mayor fuerza y hará mucho más daño a la sociedad.

Mientras se encuentren ideas más inteligentes y profundas que lanzar uniformados a las calles con protección legal en caso de abusos o usos excesivos de la fuerza, cierto sector de la prensa debe empezar a frenar sus coberturas incendiarias y los ciudadanos de a pie tienen que contribuir a que no se expanda el morbo y el escándalo a cambio de ganar “likes” o aumentar el rating.

Cuando en México, en aquellos años del gobierno de Calderón, se criticó a un grupo de reporteros por la forma en que cubrían este tipo de hechos, quedó claro que uno de los graves problemas que tenemos los periodistas es la falta de autocrítica.

Según los periodistas cuestionados, “es al público y no a la prensa a quien hay que echar la culpa por alimentar el frenesí informativo”.

Como para tomarlo con pinzas y reflexionar a fondo acerca de las responsabilidades de cada grupo, de cada institución, del Gobierno y de la sociedad en su conjunto.