Pedro Gil, el demiurgo ausente

Aníbal Fernando Bonilla

Desde las interioridades del ser, la poesía irrumpe en el mundo exterior con la autenticidad que faculta la construcción de imágenes y tropos, como antítesis de lugares comunes; provocación metafórica que deviene de la palabra sensible.

Pedro Gil Flores (Manta, 1971-2022) fue aquel poeta que describió la marginalidad distante de lo críptico y bajo la penumbra provocada por la inclemencia humana. Vate encendido en la hoguera poética desde la realidad de su entorno y la calamitosa convivencia social. Creador vital que entendió que la revelación del verso solo tiene sentido en la medida en que peregrinemos en el fragor y el placer de los actos y en la desnudez de las ideas y los cuerpos. Desentendido de lo convencional, porque su afán fue explorar en la insolencia del verbo sin ambages y en el lenguaje irónico que demanda la irreverencia textual.    

Gil transitó abrazado con el lupanar y la oscuridad noctívaga. Con la recurrente búsqueda de amaneceres forasteros, el silencio de viejos cementerios, la reincidente evocación lunática y el llanto como en Delirium tremens: “(…) mejor vámonos marchitando/ al otro barrio/ de las posibilidades/ porque de los albañales/ pueden surgir luces y mariposas./ sorprende mi sinceridad./ arriba murmuran buenas noches./ como todo un adán que soy/ me retiro/ tarareando suave/ suave/ suave/ hasta perderme en el túnel de la noche”.

Pedro escribió alejado de las formalidades estilísticas. Pero sí mantuvo cercanía con lecturas de autores trascendentes como: Poe, Genet, Ginsberg, Baudelaire, Hemingway, Greene, Bukowski, Paz, Vallejo, Dávila Andrade, Silva. Su literatura en esencia contiene los rastros y rostros del hombre, en toda su crudeza pragmática. Es una poética visceral que emerge desde la turbulenta mirada del sujeto despreciado por su propia sociedad. Y, sumergido en sus inhóspitas aguas hasta la desgracia final. Pedro expulsó sus demonios con la experiencia tras los quebrantos, las madrugadas alcohólicas, las recaídas y el padecimiento de 17 puñaladas.

Por eso duele su muerte. Hace llaga. Conmociona en la soledad. Pedro Gil, el poeta que no sólo escribió poesía, sino que vivió el trazo lírico en toda su plenitud ya no está físicamente, pero queda para siempre su obra literaria (que incluye narrativa) y, probablemente, su mito, como ya lo advirtió en Sano juicio: “soy demasiado poeta para morir”. ¡Larga savia al bardo de las fealdades! (O)