Holograma de un beso
El uso de la ciencia, como la llave secreta que nos ha llevado a descubrir que hay detrás del infinito mar de lo ignoto, ha sido una constante en la historia humana. Precisamente esa búsqueda es la que nos permitió poner el pie en la luna y que nos acerquemos a la colonización de Marte. La misma vehemente búsqueda, nos empujó a que en 1977 enviáramos a la sonda Voyager 1 al espacio profundo, con la aspiración de tomar contacto “con posibles inteligencias interestelares”. Llevaba un mensaje que nos identificaba: la imagen de una mujer y un hombre y otras señales que nos definían. Como telón de fondo y con los brazos abiertos estaba dentro de esa “mochila cósmica” la grabación de la más universal de nuestras sinfonías, la novena, de Beethoven. No obstante, no ha habido respuestas, excepto el eterno y estrujador silencio de las estrellas, navegando con las velas altas sobre ese océano insondable que llamamos universo.
Frente a tanta inmensidad, el hombre, -nosotros-, encontramos en Dios, la respuesta a nuestras más acuciantes preguntas. Vinieron, después las religiones, y con ellas, el “bien y del mal”, los fastuosos templos, los libros y demás “cosas sagradas”. En este punto, debo decir que yo no encontré a Dios en esos templos, menos, todavía en el Banco del Vaticano. Lo encontré en aquel día y en aquella hora en que el viento se convirtió en mariposa, ante mis atónitos ojos y, desde luego, en los más humildes santuarios que siempre están a la vista y que son los que crean la indefinible sinfonía que nos regala la vida a cada paso.
Pero el misterio continúa: aunque haya fotos de las primeras galaxias que emergieron a continuación del Big Bang, estamos como al comienzo: hemos abierto algunas puertas, pero, han surgido miles, sobre las que nada sabemos. Frente a tanto desamparo, me quedo con el holograma de mi primer beso, que no era un holograma, sino la dulce llama que hizo que en la boca de mi amada ardieran todas las maderas aromáticas de Oriente; me quedo, insisto, con ese beso que, por su divina conmoción se pareció a esas tardes mágicas de Estambul, las que, por mágicas, son las que nos dan una interminable puñalada roja al centro del pecho. (O)