ADVIENTO PARA HACER PAUSA

Gonzalo Clavijo Campos

Con frecuencia nos sucede que pasamos días y semanas sin descanso, inmersos en el trabajo, las responsabilidades hogareñas y las obligaciones personales, sintiéndonos abrumados, cansados y frustrados al no lograr realizar las tareas según nuestros deseos. No disfrutamos ni de las labores realizadas ni de los resultados alcanzados. Aunque trabajemos intensamente, al no haber descansado ni un momento, sentimos que hemos malgastado el tiempo, la propia vida misma.

En contraste, cuando nos detenemos, descansamos y recargamos energías con calma, somos más conscientes de cada paso que damos, disfrutamos y todo fluye con mayor facilidad y agrado. Por ello, es fundamental aprender a escucharnos, prestar atención a lo que nuestro cuerpo nos demanda y tomar pausas o descansos cuando sea necesario.

Este mes de diciembre, durante el periodo de Adviento y Navidad, es el momento propicio, el periodo más favorable para disminuir el ritmo de esta rutina, para reírnos, descansar, amar, perdonar y pedir perdón. Recordemos que el tiempo no se detiene, que la vida puede escaparse en cualquier momento y que los seres que amamos tampoco duran para siempre.

La palabra «Adviento» significa «llegada», y representa el espíritu de vigilia y preparación con el que los cristianos deben vivir este hermoso tiempo, esperando la llegada del Salvador. «¡Preparen el camino del Señor, rellénense todas las quebradas y barrancos, aplánense todos los cerros y colinas; los caminos torcidos serán enderezados!», nos dice el Profeta Isaías. Por cierto, «aplanar cerros y colinas» significa reducir la altura de nuestro orgullo, soberbia, engreimiento, autosuficiencia, arrogancia, ira e impaciencia.

¡Deja un momento tus ocupaciones habituales, entra un instante en ti mismo, apartándote del tumulto de tus pensamientos. Aleja las preocupaciones agobiantes. Atiende un poco a Dios y descansa en él. Entra en lo íntimo de tu alma y, cerrada la puerta, búscalo. Di con todas tus fuerzas: Tu rostro busco, Señor! Esta exhortación, pronunciada por San Anselmo, Arzobispo de Canterbury en Inglaterra, hace más de un milenio, sigue siendo plenamente válida hoy, para cada uno de nosotros.