Cuando han corrido varias décadas en la cronología personal, tenemos la opción de analizar el cómo fueron esos distantes días de infancia y juventud y compararlos con lo que hoy se vive. Primó la sencillez y el respeto que impartía la personalidad del Padre y jefe de hogar en base a su ejemplo y formación. El abuelo era un personaje de ancianidad, su vestimenta oscura y reflejo nos pintó la imagen de un querido personaje en el seno familiar. Las familias fueron grandes y la madre fue casi un robot para concebir, criar y educar a un batallón. Se hacían milagros para brindar alimentos y educación a tan grande grupo humano, y no faltaba el primo o amigo visitante que también comía con un extra de agua en la olla. Quienes poseían hacienda recibían granos, papas, leche y quesillos. Las ropas se heredaban del mayor al siguiente hermano, se veían los ternos virados, los zapatos recibían un tratamiento de media suela, entera y tacos en días que cada barrio tenían el maestro zapatero.
Todo era cerca de la casa: iglesia, escuela, colegio, tienda de abarrotes, sastre, hojalatero, carpintero, el mercado, el futbolín. A la vuelta estaba la cancha para el futbol o el indor. Los insumos alimentarios fueron frescos en razón de su compra diaria, las refrigeradoras fueron escasas y el “guardafrío” hubo en cada hogar.
El paseo a las piscinas de Baños o el clásico a Gualaceo fue toda una historia, llena de anécdotas y experiencias para los aprendices a jovencitos. La palabra del Padre o su mirada, era suficiente para cumplir a tabla raja sus órdenes. Debíamos comer todo, aunque las coles no sean de nuestro agrado y en horario estricto, así como puesto predeterminado en la mesa.
Fuimos a la escuela a pie y conocíamos nuestra Cuenca, fue el lugar donde encontramos amigos para toda la vida, nuestros juegos fueron sencillos y sin la electrónica de hoy, así el trompo, las canicas con pallares y porotos, barcos de papel, álbumes con cromos y los cahuitos a filo de acera. (O)
