Preocupados por los problemas domésticos, pero también por la indiferencia, a nadie parece dolerle la situación de los presos políticos en Nicaragua, país dirigido por la dictadura de la pareja Ortega-Murillo, parte de la corriente del Socialismo del Siglo XXI.
La deportación de 316 presos políticos y opositores pasó desapercibida, incluso en el continente americano.
Entre ellos constan periodistas, empresarios, políticos, estudiantes, religiosos, profesionales, defensores de los derechos humanos. Su único pecado: oponerse a la dictadura, tan dictadura -acaso peor-, como la de Anastasio Somoza, a la cual, contradictoriamente, Daniel Ortega combatió con las armas.
En la temible prisión de El Chipote estuvo la mayoría de los citados, sujetos a torturas psicológicas, acusados por tribunales orteguistas de traición a la patria, una vieja fórmula propia de los dictadores.
La oposición es clave en una democracia. Si no se la tiene, debe creársela. Respetar las libertades, la alternancia, creer en la separación de poderes, son pilares del pensamiento de todo buen demócrata.
Desde cuando Ortega reasumió la presidencia de Nicaragua tras un periodo de total fracaso, su norte fue consolidar una dictadura disfrazada de democracia. Tiene todos los poderes del Estado bajo su control, incluyendo a las Fuerzas Armadas.
Se hizo aprobar leyes para sepultar a la oposición y perennizarse en el poder. La libertad de expresión es solo un decir; igual la libertad religiosa.
La deportación de sus enemigos no le ha sido suficiente; y, en el colmo de su paroxismo, ni bien llegaban a los Estados Unidos les quitó la nacionalidad, convirtiéndolos en apátridas y desheredados.
Quienes se negaron a ser deportados seguirán en las mazmorras, entre ellos el obispo Rolando Álvarez.
Así está Nicaragua. Feliz su dictador ante la indiferencia del resto de países a pretexto de la “libre determinación de los pueblos”.