Estamos hechos de símbolos, de productos inmateriales creados social e históricamente. La conmemoración de la fundación de Santa Ana de los Ríos de Cuenca, ciudad a la que amo, constituye uno de esos elementos que reproducen la actualidad y vigencia de la identidad.
Pero como todo hecho social, también la identidad es susceptible de cambios y nuevos encuentros, sobre todo a la luz de las corrientes feministas que han permitido mirar las recurrentes estructuras patriarcales en las que fuimos instituidos, o el pensamiento social crítico, que revela y cuestiona las raíces coloniales y racistas en las que se dio la fundación española de la ciudad.
En un proceso de reparto simbólico desigual, el mestizaje inconcluso olvidó las figuras trascendentales de los pueblos originarios y terminó imponiendo el disimulo de lo que se es, y la simulación de lo que no se es como estrategia de supervivencia.
Michel Foucault nos habla de “retornos del saber” que permite que discursos que fueron enmascarados, emerjan en una suerte de insurrección de saberes descalificados, los saberes de la gente que aparecen en la resistencia a la exclusión, el privilegio y la jerarquía. De ahí que el “12 de abril” sea una oportunidad para repensarnos, y refundar los sustentos que nos cohesionan e identifican. Ya no son solo los insignes Solanos, los Cuevas, Malos, Vásquez, Arízagas, Vélez, y todos esos egregios campeones, sabios y santos varones, los que sostienen la vida de la ciudad. De hecho, la ciudad se sostiene en las y los Deleg, Ñugra, Llivisaca, Zhagui, Tenesaca, Lliguin, Zhizpón, Chasi, Chuñir, Buñay, Culcay, Guaricela que han migrado por la exclusión y falta de oportunidades, y que sin embargo, sin sus remesas no solo Cuenca sino la región austral sería impensable. Es hora de reconocerlo.(O)