Maestro de todos, amigo leal, inspiración para jóvenes, dueño de un humor particular con la característica de resolverlo todo en diez minutos de franca conversación. Mario Jaramillo Paredes vivió apegado a lo que más atesoraba, su familia, su ciudad, su tranquilidad. Un hombre de convicciones profundas cuya integridad cuidaba convencido que su palabra y buen nombre sería lo único que podía dejar a sus hijos. Así vivió, y así trasciende, sabiendo que lo ha dejado todo en paz.
Como catedrático y escritor, su trabajo en la gestión universitaria comenzó a configurar un modelo que -ahora sabemos- iba a caracterizar a la Educación Superior en el Austro. Su vocación de educador lo llevó también a servir como Ministro de Educación y como miembro en varias organizaciones de la sociedad civil. Durante los tres períodos al frente de la Universidad del Azuay apostó firmemente por los jóvenes y por las mujeres. Creía en las ideas de personas creativas y visionarias y estaba convencido que poner a mujeres en cargos directivos era señal de éxito en los resultados. Se atrevía a confiar porque siempre estaba cercano para acompañar y orientar.
Por años llevó esta columna desde donde pudo orientar con su excelente pluma la opinión de esta ciudad. Las clases de historia se entrelazaban con su humor característico para dejarnos profundas reflexiones sobre la necesidad de proteger las fuentes hídricas, la preocupación por la vialidad y la necesaria conectividad para la región, críticas al centralismo. Desde esta columna esperó siempre mejores días para Cuenca y la región, confiando en un renovado ejercicio de ciudadanía y periodismo, frontal y honesto, siempre llevado con altura y respeto.
Escribo con el dolor de su ausencia, quizá por haber compartido de cerca, como testigo silencioso, parte de su trabajo en esta ciudad. Escribo pensando en el dolor de su esposa Cecilita, en la pena de sus hijos Simón y Santiago, de sus nueras, de sus nietas y nieto. Escribo con el corazón en resistencia, negándose a pensar que ya no escucharé su voz. Porque -aunque vivió en paz y se va en paz- su presencia en esta ciudad le daba sentido de orden a las cosas. Me acostumbré a pensar que mientras él respire todo estaría en su lugar. Ya no respira… yo tampoco.