El trabajo infantil es una realidad social en casi todos los países del mundo. Ecuador no es la excepción.
Este lunes 12 de junio se celebró el Día Mundial contra el Trabajo Infantil. Lo declaró en 2002 la Organización Internacional del Trabajo. Ese tipo de actividad, para esta institución, compromete la integridad física de la niñez, privándola de derechos elementales como la educación, la salud o el tiempo para jugar.
Y eso se pretende visibilizar, concienciar y analizar con tal celebración. ¿Una quimera en países como Ecuador donde la pobreza y extrema pobreza, en vez de retroceder, aumentan; donde los esfuerzos institucionales por erradicar el trabajo infantil son insuficientes?
Con eso, de ninguna manera tratamos de justificar el trabajo infantil, sino de exponer – sin ser los únicos, ni ahora – una realidad social tan clara como la luz del día.
El Ministerio de Inclusión Económica y Social dice haber identificado 440 casos de trabajo infantil en el Azuay, en especial en Cuenca, Nabón y Oña, entre niños y niñas cuyas edades oscilan entre 7 y 12 años.
¿Y en el resto de la provincia? ¿Y en el resto del país? Las respuestas son obvias.
Hay todo un “ejército” de hogares pobres empujando (¿obligando?) a sus niños y niñas a trabajar. Se los ve en calles, mercados, plazas, carreteras, plazas, puertos, malecones, playas, hasta en los atriles de las iglesias, cuando no en actividades no aptas para sus edades ni destrezas.
En muchísimos casos hasta son utilizados por sus padres y otros parientes, como sucede entre familias de inmigrantes.
En tales condiciones, la niñez se expone a una serie de peligros, crece con salud precaria, sin mucha autoestima, ni se diga educación y hasta presa del fatalismo.
La pobreza es estructural. El trabajo infantil es una de sus consecuencias. Si no se la entiende así y se trazan políticas de Estado para combatirla, todo quedará en buenas intenciones y como una declaratoria más.
El trabajo infantil
El trabajo infantil es una realidad social en casi todos los países del mundo. Ecuador no es la excepción.
Este lunes 12 de junio se celebró el Día Mundial contra el Trabajo Infantil. Lo declaró en 2002 la Organización Internacional del Trabajo. Ese tipo de actividad, para esta institución, compromete la integridad física de la niñez, privándola de derechos elementales como la educación, la salud o el tiempo para jugar.
Y eso se pretende visibilizar, concienciar y analizar con tal celebración. ¿Una quimera en países como Ecuador donde la pobreza y extrema pobreza, en vez de retroceder, aumentan; donde los esfuerzos institucionales por erradicar el trabajo infantil son insuficientes?
Con eso, de ninguna manera tratamos de justificar el trabajo infantil, sino de exponer – sin ser los únicos, ni ahora – una realidad social tan clara como la luz del día.
El Ministerio de Inclusión Económica y Social dice haber identificado 440 casos de trabajo infantil en el Azuay, en especial en Cuenca, Nabón y Oña, entre niños y niñas cuyas edades oscilan entre 7 y 12 años.
¿Y en el resto de la provincia? ¿Y en el resto del país? Las respuestas son obvias.
Hay todo un “ejército” de hogares pobres empujando (¿obligando?) a sus niños y niñas a trabajar. Se los ve en calles, mercados, plazas, carreteras, plazas, puertos, malecones, playas, hasta en los atriles de las iglesias, cuando no en actividades no aptas para sus edades ni destrezas.
En muchísimos casos hasta son utilizados por sus padres y otros parientes, como sucede entre familias de inmigrantes.
En tales condiciones, la niñez se expone a una serie de peligros, crece con salud precaria, sin mucha autoestima, ni se diga educación y hasta presa del fatalismo.
La pobreza es estructural. El trabajo infantil es una de sus consecuencias. Si no se la entiende así y se trazan políticas de Estado para combatirla, todo quedará en buenas intenciones y como una declaratoria más.