Las cárceles del Ecuador son una muestra palpable de cuan vulnerable es el sistema penitenciario, convertido, prácticamente, en tierra de nadie.
Consideradas casi siempre como lo peor, ahora son lo peor de lo peor; y eso nos muestra al mundo como sociedad, como país.
No han sido suficientes las masacres de más de 450 internos para sacudirnos y comenzar a cambiar la historia de esos centros del horror, de esa especie de “bodegas de seres humanos”; donde quien ingresa, sentenciado o no, culpable o no, no tiene garantizada su vida, peor su rehabilitación.
Quienes mandan allí, quienes todo lo ordenan, son las bandas delictivas cuyos nombres, signos y símbolos todos conocen. Desde
Allí celebran cumpleaños, improvisan piscinas, organizan fiestas, introducen armas sofisticadas, municiones por miles, radios portátiles, teléfonos celulares, droga, dólares, bebidas. Tienen las llaves de las celdas. Los guías penitenciarios, para ser reemplazados deben pedirles autorización para el conteo de los presos.
Si semanas atrás causó hilaridad el “descubrimiento” de chanchos, gallos de pelea, de estufas, lo encontrado en estas últimas horas raya en lo insólito: una piscina para criar tilapias, una granja con pollos, patos, perros, además de un arsenal de guerra. Y desde allí siguen delinquiendo.
¿Cómo ingresa todo eso? ¿Por dónde? ¿Cuándo? ¿Camuflado en algo? ¿Alguien lo permite por miedo u otro motivo?
Más de uno debe responder a esas y otras preguntas, surgidas hasta por sentido común, asimilando, al menos en teoría, los filtros de seguridad existentes en cada cárcel.
¿Quién mismo tiene el control de las cárceles? Si el Gobierno se lo atribuye pocos lo creerán, así muestre el material requisado, fotos y videos de los cientos de reos sometidos por miembros del Ejército.