Ciertamente, las ciudades no existen sólo en la geografía. Existen también en las voces de quienes las han edificado y las construyen todavía. Por eso no será en el atlas donde podrá encontrar esta ciudad cálida, viva y llena de colores. De avenidas repletas como ríos de personas que la pueblan presurosas. De ríos como avenidas que la dibujan, la embellecen y la visten de gala. Será mucho más allá del mapa donde deberá descubrir a Cuenca, villa luminosa que huele a jardines e incienso de iglesias detenidas en el tiempo. Obra maestra que se revela en sus mercados y plazas apacibles, como una manta de retazos donde los modernos edificios de las zonas comerciales le ceden el paso al contacto real y humano de los nostálgicos cafés que guardan intactas las palabras de Vásquez, Peralta, Dávila, Cordero y todos los grandes literatos y poetas que le han dado esa voz inconfundible que los demás repetimos, con ese acento melódico y cadencioso, por el mundo entero.
Por eso a Cuenca no se la mira. A Cuenca se la vive. Se la intuye en el sabor bohemio de cada antiguo portal donde se conserva intacto el encanto de las casas de adobe con patio cuadrado, naranjos y corredores olorosos a edad remota que destilan el sentido de esta ciudad sin tiempo donde desde el pasado surge aún este futuro impaciente que espera ser inscrito, también, en algún lugar. Y uno no puede evitar el preguntarse ¿Y quién habla cuando yo hablo? ¿Quién escribe cuando yo escribo? Hablan y escriben todos quienes un día tuvieron algo que contar. Hablan las viejas calles coloniales, los viejos barrios, el Barranco y el Parque Central, la voz de cada plaza que cuenta las anécdotas del amor, de la risa, del llanto, de los pasos perdidos…
Por eso hoy, en tus fiestas, vuelvo hacia ti la mirada y te regalo estas palabras que evocan por un instante tu substancia de cuna, hogar y escuela. Tu clara noche de penetrantes palabras, tu pequeña estatura de gigante. Bien dicen que uno solo ama lo que conoce. Y yo, ciudad encantada, te conozco, palmo a palmo… (O)