Hoy, con el reinicio de las clases presenciales y el restablecimiento de otros servicios públicos y privados, el Ecuador supera los primeros días de desconcierto, temor, pánico, prácticas terroristas, recrudecidos a raíz de la declaratoria del estado de excepción y su inmediata ampliación a conflicto armado interno.
Las actividades comerciales, paulatinamente han ido normalizándose, en especial en aquellas ciudades donde el narco terrorismo reaccionó con brutalidad, sabiéndose cercado y declarado como objetivo militar.
La población vuelve a su día a día, cuyo denominador común es el trabajo o su búsqueda, el estudio, la atención en salud, y más actividades inherentes a la vida.
Es notorio en la gente saberse protegida, en este caso por las Fuerzas Armadas y la Policía, con luz verde para ejecutar cuanta acción sea necesaria a fin de neutralizar a las más de veinte bandas del crimen organizado, a cuyos líderes se los persigue hasta capturarlos.
Sin embargo, eso tampoco implica bajar la guardia, no tomar las debidas precauciones, irrespetar el horario establecido para el toque de queda, informarse correctamente, peor hacerse eco de rumores o comentarios fuera de contexto en las redes sociales.
La tarea es dura para el Gobierno y las demás funciones del Estado. Las bandas criminales, uno de cuyos puntos de operación son las cárceles, tienen suficiente poder económico, bélico y hasta estratégico como para, en cualquier momento, sembrar terror y pánico.
El desenlace es impredecible; tampoco es cuestión de tiempo; peor pretender, por parte de algunas de dichas bandas, dialogar con el Gobierno con compromisos para nada creíbles, mucho más si son ramificaciones del crimen trasnacional, traducidas en narcotráfico, secuestros, “vacunas”, sicariato, y de haberse penetrado hasta en las instituciones del Estado, para garantizarse impunidad y libertinaje.
En tiempos de guerra, conviene, no sólo no ceder ante el enemigo, sino “dormir con el un ojo abierto”.
