En el dédalo inquieto de la vida, todo cambia y va tomando una ruta diferente. En el poco tiempo que significa nuestro existir, las mutaciones más drásticas y que, por rápidas, son traumáticas, se las mira sin remedio. Cambian costumbres, formas y nuestra ruta vital también cambia con leves rectificaciones. Los tiempos son diferentes y nuestra forma de pensar y ver las cosas son, con el tiempo inexorable, tan diferentes y en muchas ocasiones diametralmente opuestas. El cómo vivimos los carnavales de niños y jóvenes, a los que acabamos de vivir hoy, son otros. Estas fiestas, únicas diría yo, donde se igualan clases sociales y alegrías, serán de todas formas bellas, pues el agua, el charco, el lodo, el polvo y maicena, persisten y es la alegría de ricos y pobres por igual. La víctima infaltable, el cerdo, es como el cáliz que reúne las familias en franca algarabía y felicidad. Fiestas de compartir en familia y amistades, en quintas y campos cercanos los abrazos y juegos, si bien hoy muy diferentes, continúan. Claro que las bromas, tretas, confabulaciones para empapar al que estaba medio apático, pasaban por elaborado plan de asalto y engaño. Cuando alguien nuevo caía, una jauría de emparamados, con saña lo volvían sopa y buñuelo de polvo. Los gloriados dulces y deliciosos tomados a discreción durante tres días, cumplían su propósito de mantener calientes a los participantes y uno que otro, conocidos ya, se incendiaban en franca y total borrachera. Las comidas como el “motepata” dulce de higos, fritadas, sancochos, morcillas y más, nunca faltaban y el que se sentía hambriento, paraba un instante el juego, comía y dale a la carga. Hoy ya no existe personal que pueda ayudarnos tan magnánimamente y entonces ya se come más a la inglesa, aunque los mismos potajes.
Hoy se respeta mucho a todos y casi no se juega a baldazo limpio. Los niños como siempre con sus cariocas y chisguetes se solazan y divierten, mientras que los veteranos conversan de filosofía, ética, moral y cibernética. Se terminaron aquellas trampas cuando alguien puntilloso y bien vestido, entraba a la casa a ponerse ropa liviana lista para el chapuzón y la chacota, pero sin sospechar que el más entusiasta ingresaba evadiendo miradas, se calzaba la seca y elegante ropa del melindroso y salía muy horondo para que lo empapen de talón a cola. La cara del precavido, era colosal. La riza y chacota francas cundían y al final del día era un ejército de emparamados que juraban no jugar más por ese día y no se cambiaban, muy entrada la tarde, por miedo de que los vuelvan a empapar.
Cambios y más cambios en todo, pero si existe una fiesta maravillosa y general, ese es el carnaval. Que viva el carnaval. (O)