Según la propaganda, Cuenca es una ciudad segura, si bien el alcalde aseguró la suya adquiriendo un vehículo blindando. Razones habrá tenido para hacerlo. Y si es para proteger su vida, con mucha más fuerza.
Ese no es tanto el problema, mucho más si lo ven desde el punto de vista político.
Pero hay una realidad a la vista de todos: en las últimas semanas se han producido hechos criminales con el saldo de algunas víctimas mortales.
El comercio de la droga parece haberse extendido por toda la ciudad, incluyendo sus áreas rurales. Decir esto, tampoco es exagerado. Además, es de larga data el microtráfico, camuflado de mil maneras, en lugares menos sospechados y a cargo de “personas de no creer”.
A los “delincuentes de casa” se han sumado los provenientes de otras provincias, desde las cuales también arriban antisociales peligrosos asediados por los operativos policiales y militares.
Además, por la lucha a muerte entre los grupos de delincuencia organizada, cuya disputa por el territorio, por las traiciones internas, por los malos repartos, o por querer salirse del círculo del mal, se paga con la muerte, y para hacerlo no importa dónde ni la hora.
Días atrás, barrios urbano-rurales organizaron una marcha para exigir seguridad ante el avance delictivo, cuyo denominador común tiene dos aristas: el robo y el comercio de la droga.
Pero es en toda la ciudad donde se manifiesta igual preocupación y exigencia.
Los letreros anunciando una ciudad segura no reflejan la “real realidad”. Claro, comparando con otras, la situación no es igual; pero los crímenes al estilo sicariato, la circulación de vehículos sin placas, el ir y venir de grupos sospechosos, los arrendamientos de casas en las cuales se acomodan decenas de personas, a veces sin relación familiar, revelan un escenario preocupante y de miedo.
De verdad. Ojalá estemos equivocados al describir tal escenario. Quienes deben demostrádnoslos son las autoridades, pero con certezas.