Tan importante como la igualdad ante la ley o el derecho a la satisfacción de las necesidades básicas, la posibilidad de decir lo que uno piensa sin ser violentado por ello, sigue siendo una promesa incumplida de nuestra endeble democracia. Por supuesto que la libertad para hablar supone libertad para pensar y libertad para escuchar. Sin un entrenamiento real en los procesos pedagógicos alrededor del uso de la palabra y la generación del diálogo y la discusión, es imposible pensar en el ejercicio de esa libertad fundamental en el ámbito ciudadano. El sistema educativo sufre de una inconsistencia pues mientras postula el pensamiento crítico y la libertad de expresión los reduce a recursos dispuestos para la obediencia y la eficacia en el cumplimiento de las órdenes. Pensar y hablar por uno mismo en la mayoría de casos es cuestionar expresamente a la autoridad y claro, a la autoridad mediocre y sin fundamentos (lo que es común en nuestro medio), eso solo le perturba porque no tolera una posición diferente. No entendió que la autoridad en la democracia no es el fin, sino apenas un medio para ampliar y lograr la real libertad para todos, es decir el verdadero desarrollo. Decir lo que se-piensa-con-libertad es también cultivar la responsabilidad de sostener con argumentos nuestro punto de vista, y con ello se contribuye a afianzar la inteligencia colectiva. Una sociedad que no acepta la libertad de palabra, que no acepta la importancia y poder del argumento, termina cediendo y siendo gobernada por el argumento del poder, que permite que mamarrachos irrespetuosos que amedrentan con gritos, comanden toda clase de instituciones y empresas que persisten en la decadencia y por ende, la corrupción. Felices 100 años al Diario El Mercurio. (O)
