La XXIX Cumbre Iberoamericana efectuada en Cuenca pasará a la historia por la falta de consensos entre los Presidentes asistentes o los delegados de otros.
No se firmó la Declaración de Cuenca, como suele ocurrir tomando en consideración el nombre de la ciudad anfitriona del evento.
Un proyecto de Declaración se había perfilado. Incluía acuerdos en materia de género, acciones para luchar contra el cambio climático, impulsar la Agencia 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y condenar el embargo comercial de Estados Unidos contra Cuba, entre otros.
El punto del desencuentro lo puso el embajador de Argentina, representante de presidente Javier Milei, proponiendo, en contrapartida, suscribir otro documento. Debería contener sólo los puntos de común acuerdo, menos el relacionado a la citada condena.
Cuba, como es obvio, se opuso; igual los demás países. La condena tiene larga data. Si bien en otras Cumbres también se hizo explícita, el gobierno norteamericano la desoye. Es más, nunca cambiará, mucho peor ahora con Donald Trump, cuyas relaciones posiblemente se tensen más, no solo con aquel país caribeño, sino con Nicaragua y Venezuela, donde, a decir de muchos, se vive un remedo de democracia y se restringen las libertades.
Son cuestiones ideológicas, desde cuyo marco debe entenderse la posición de Argentina, liderada por un gobierno de derecha, en tanto a los demás de la región los dirigen tendencias de izquierda o centroizquierda.
El tiempo determinará cuan determinante será no haber suscrito la Declaración de Cuenca. O, si lo hacían, no pasaría a ser una más de las tantas existentes en los armarios de la organización iberoamericana.
Por la forma, la cita no llenó todas las expectativas comenzando por la pobre asistencia de Presidentes y Jefes de Gobierno. Por el fondo, los temas y problemas analizados engloban a todos los países; y es una manera de teorizarlos.
Ojalá el fracaso o el éxito de la Cumbre no se mida por no haber suscrito una Declaración conjunta.