
Donald Trump llegó al poder apoyado en un discurso antiinmigración, con una promesa central de cerrar las puertas a quienes buscan emigrar o encontrar refugio en el país y de poner en marcha la mayor campaña de deportación de la historia de Estados Unidos.
En sus primeros 100 días en la Casa Blanca, que se cumplen el miércoles, el presidente ha forzado los límites del Ejecutivo para cumplir su palabra, firmando más de 170 decretos y empujando a otras agencias -como el Pentágono o el Departamento de Justicia- a involucrarse en la gestión migratoria.
Lejos de las «deportaciones masivas»
Trump se ha enfrentado a obstáculos judiciales y logísticos -falta de personal y de infraestructura- para lograr las deportaciones «masivas» que prometió a sus votantes.
El Gobierno ha sacado pecho del aumento en los arrestos de migrantes, que se han duplicado en comparación con la Administración anterior de un promedio de 310 al día a más de 650, según cifras del Migration Policy Institute.
En contraste, no han publicado datos con la cantidad total de deportaciones y los que se conocen muestran que han expulsado a un ritmo igual o menor del que llevaba el Gobierno del demócrata Joe Biden (2021-2025).
Esto ha provocado frustración dentro del Ejecutivo, según filtraciones a medios estadounidenses, que ha decidido lanzar una campaña promoviendo la «autodeportación»: es decir, que los migrantes decidan por su cuenta volver a sus países de origen.
En medio de la presión por acelerar las deportaciones y arrestos, se han dado decenas de casos de detenciones de ciudadanos estadounidenses, residentes permanentes y migrantes con un estatus legal.
La Administración de Trump también ha intentado eliminar una serie de programas y beneficios migratorios creados por su antecesor, entre ellos el parole humanitario para Cuba, Nicaragua, Venezuela y Haití, el estatus de protección temporal y la aplicación CBP One, que permitía pedir cita para entrar de manera legal por la frontera.
Como consecuencia, más de medio millón de personas se han quedado en un limbo legal -mientras los tribunales deciden sobre la legalidad de los programas- o directamente en una situación migratoria irregular.
Enfrentamiento con el judicial
En febrero, el Gobierno de Trump comenzó a usar la base naval estadounidense en Guantánamo (Cuba) para retener a migrantes, trasladándolos desde centros de detención en EE.UU.
Inicialmente, las autoridades enviaron allí a 178 migrantes venezolanos, que pasaron varias semanas encarcelados antes de ser deportados a Venezuela, provocando el rechazo de organismos internacionales.
Desde entonces, las autoridades han trasladado discretamente a más personas a la base para luego enviarlos a otros países. Actualmente están detenidas allí 45 personas, según informó el diario The New York Times.
A mediados de marzo, Trump decidió invocar la Ley de Enemigos Extranjeros, una normativa poco conocida y usada en el pasado solo en tiempos de guerra, para expulsar a cientos de migrantes (en su mayoría venezolanos) hacia una megacárcel en El Salvador.
En total, el Gobierno ha enviado a más de 200 personas al país centroamericano, sin posibilidad de apelar sus casos ante una corte ni de comunicarse con sus familias o abogados, en lo que grupos en defensa de los derechos humanos como Human Rights Watch han calificado como «desaparición forzada».
El uso de esta la ley que data de 1798 ha desatado un enfrentamiento con el Judicial que amenaza con crear una crisis constitucional, según han alertado ya expertos legales y voces críticas del Ejecutivo.
El Supremo ha decidido intervenir con urgencia para resolver las demandas que se han presentado en contra de su uso y ha ordenado una pausa temporal a las expulsiones.
No obstante, el Gobierno ha estado ignorando los requerimientos de jueces en menor instancia, que le han acusado de actuar de mala fe. Un magistrado en Washington D.C., James Boasberg, ha iniciado ya el proceso de declarar en desacato a la Administración republicana.
El Ejecutivo ha respondido tildando a los jueces de «insubordinados» y «radicales de izquierda» y el pasado viernes el FBI arrestó a una magistrada de menor instancia en Wisconsin acusándola de impedir el arresto de un migrante indocumentado.
En particular, el caso de uno de los hombres enviado a la megacárcel del CECOT, Kilmar Ábrego García, se ha convertido en una lucha abanderada por la oposición demócrata. El Supremo ordenó al Gobierno «facilitar» su retorno, pero tanto EE.UU. como El Salvador se han rehusado a hacerlo.
El migrante -de origen salvadoreño- estaba afincado en EE.UU. desde hace más de una década y tenía un estatus legal que lo protegía de la deportación. El Gobierno, no obstante, lo arrestó y lo deportó, acusándolo sin pruebas contundentes de formar parte de la pandilla MS-13.
Las acciones en contra de los migrantes y la «erosión» al debido proceso, señala a EFE Cathryn Paul, activista de la organización promigrante CASA, han llevado al país a un momento crucial donde se están poniendo a prueba «cada uno de los derechos y libertades» que tienen quienes viven en EE.UU. EFE