Sin intención de protagonizar más bien pretendiendo que esta hermosa y sencilla confesión sea un espejo para muchos, comienzo así…
Soy dichosa de tener una familia desde el inicio hasta el final de mis días; un origen sobreentendido y un final subentendido. Hasta el final de mis días resulta una afirmación muy anticipada, incluso más, si me es ajeno el instante en que mis ojos no vuelvan a abrirse.
Provengo de una familia nuclear característica de aquellos tiempos y que supo darme lo que las familias de antes lo hacían cual devota obligación: amor, presencia, valores heredados por la propia genealogía, comida, abrigo, hermana y mascota.
Crecí así, feliz, segura y completa en absoluto, pero con el pasar de los años cambiaron algunas cosas; la familia de la segunda generación, mi hogar, se volvió monoparental y la presencia materna se tuvo que ajustar a los tiempos que exige un trabajo remunerado y los objetivos académicos. Acudí a mi generación anterior por ayuda y me fue muy bien, ¡Nos fue muy bien!; la feminidad del cuidado nos sostuvo y con ello a aprender del ejemplo y a enseñar con el mismo.
El ahora es fugaz en tiempo actuales más aún cuando las agendas de un mundo precipitado, informal y digital nos obliga a vivirlo de una manera fragmentada y cuestionable, pero a pesar de las limitaciones, responsabilidades y desafíos, se hace lo mejor que se puede. En medio de estas agendas y de nuevas formas e imaginarios de independencia, labro día a día la tierra por donde caminan mis hijos; la tercera generación, ellas y él, en un simple ejercicio de retribución y porque no decirlo, de sabia previsión: Siembro amor y cosecho compañía ¡Esa es la única verdad y ese es mi verdadero privilegio! (O)