El gobierno de Noboa ha convertido la necropolítica en estrategia de poder. Bajo el discurso de la seguridad se instala un control que decide quién merece vivir con derechos y quién debe ser reducido al silencio. Las protestas sociales son equiparadas a la delincuencia organizada, legitimando la represión militar y policial contra quienes reclaman justicia, agua o democracia. Así, la ciudadanía movilizada deja de ser sujeto político y pasa a ser tratada como “enemigo interno”.
La reiterada declaratoria de estados de excepción ha normalizado la suspensión de derechos, instalando un clima donde la protesta es criminalizada y la violencia estatal se percibe como respuesta legítima. Se gobierna desde el miedo, se construye obediencia desde la amenaza y se erosiona la posibilidad de disentir.
La necropolítica no garantiza seguridad, sino que administra la muerte y el silencio. Genera en el colectivo dolor y coraje. Convertir la protesta en delito es negar la esencia misma de la democracia, es obligarnos a enfrentar al poder con el cuerpo y la desesperanza. (O)
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