La inauguración de la cárcel del Encuentro, acaso la única obra pública del gobierno, para nada puede desviar la atención sobre la masacre de 32 presos en la de Machala, ocurrida el pasado fin de semana.
Una vez más, el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores, un rimbombante y cansino nombre que se resume en las siglas SNAI, se hará el desentendido, como ocurrió en las 20 masacres anteriores con un saldo de 553 víctimas.
Cunde el hacinamiento carcelario. Los mal llamados Centros de Rehabilitación, pese al control militar en algunos de ellos, siguen en manos de los temibles Grupos de Delincuencia Organizada, cuyas divisiones son zanjadas a sangre y fuego tanto en las calles como en las cárceles, a más delinquir y asesinar.
Desde el SNAI se ha dicho que la masacre en la cárcel de Machala fue producto de asfixiarse entre los presos.
Esta versión no luce confiable para nada ni para nadie. Desnuda, más bien, a una entidad ineficaz tanto en lo relacionado a la rehabilitación de los presos, cuanto en el control de las cárceles.
Acaba de decirlo por enésima vez el ministro del Interior, John Reimberg, para quien lo ocurrido en Machala obedece a la reacción violenta de las bandas ante la pérdida de privilegios y control en los centros penitenciarios.
La masacre aludida no pudo darse sin la complicidad de alguien o de algunos al interior de la cárcel; peor la introducción de armas, celulares y drogas.
Tampoco existe una labor de inteligencia como para prevenir hechos sangrientos como los narrados. Y sin este servicio, clave y súper necesario, mal puede hablarse de lucha contra la inseguridad.
A la par, los primeros 300 presos, catalogados como peligrosos, fueron enviados a la cárcel del Encuentro, al más puro “estilo Bukele”, entre ellos al exvicepresidente Jorge Glas, como para ponerle “condimento político” a la decisión.








