Facebook marcó un punto de inflexión; luego YouTube y Twitter hoy X, que hizo pensar que prometían acercar culturas, democratizar la palabra y expandir el conocimiento. Con un smartphone todos opinan, graban y difunden su voz. Lo que parecía el umbral de una nueva Ilustración terminó en un bazar ensordecedor, donde la sensatez compite en desigual batalla contra el estrépito.
Se creyó que este prodigio ampliaría la civilización y fortalecería la convivencia; sin embargo, ocurrió lo contrario: la personalidad colectiva se ha diluido, la inteligencia común se ha fragmentado y la dignidad del debate se ha deslizado al fango. Ya lo advirtió U. Eco con la lucidez que distingue a los grandes: Internet dio tribuna a “legiones de idiotas que antes solo hablaban en el bar”.
La opinión fundada que nacía en academias, cátedras, foros y redacciones se ve hoy obligada a convivir con la multitudinaria voz del improvisado, del desinformado y del desaforado. El debate ha sido desalojado y reemplazado por la violencia del insulto: la frase lanzada como dardo, la palabra transmutada en piedra, la ofensa elevada a identidad política.
Indigna y repugna contemplar a un mandatario imantado al espectáculo de la injuria con el prófugo prontuariado, intercambiando agravios como sonso, tontuelo, zarrapastroso, bobo, enano, mediocre, florindo, ladrón… llegando incluso a arrastrar a los progenitores del adversario. Cuando el poder degrada su lenguaje, degrada también el espacio moral que debería custodiar.
El circo verbal se reproduce por imitación: colaboradores del Presidente y devotos del Mesías repiten la coreografía del insulto, profundizando la grieta en hogares, amistades y comunidades. El veneno destilado por más de dos lustros ha contaminado también a autoridades locales que hoy se insultan casi como deporte cotidiano, olvidando que representan a una ciudad que otrora mereció el título de Atenas del Ecuador y cuyos antecesores, con todos sus yerros, supieron dignificar el terruño.
El insulto no ennoblece; la injuria no convence; la calumnia no edifica. Quien aspire a la polémica debe ejercitar la ironía fina, el sarcasmo elegante, la analogía inteligente. La palabra nació para aclarar y elevar, no para usarse como garrote de mercado ni exabrupto de taberna. Pero, como dicta el viejo refrán, pretenderlo es querer arrancar estrellas del suelo.
Si el deterioro moral ya alcanzó a los mandos nacionales y a los fanáticos del holgazán del caos, las autoridades de esta ciudad y provincia han terminado por empantanar la política y, con cinismo, anuncian que buscarán la reelección. Ante ello solo queda una salida democrática: REEMPLAZARLOS EN LAS URNAS. (O)




