Se silenció un bandoneón 

En los primeros años de su adolescencia, el bandoneón llegó a sus manos, proveniente de las manos de Carlos, su padre.

Entonces, él y el bandoneón comenzaron un romance que nunca acabará. Jamás se traicionaron, aun en los tiempos más difíciles. Imposible que el uno viva sin el otro. Se decían cosas sin necesidad de pentagrama. Únicamente con el oído, ese don virtuoso con el cual nacen los privilegiados del arte.

El bandoneón no quiso quedarse solo, cuando, impulsado por el destino, Carlos Rubén Alvarado Zambrano decidió salir de su natal Santa Isabel. Como buscando la tierra prometida, llegaron a Saraguro. Aquí sellaron su suerte.

Literalmente, allí instalaron su carpa e hicieron de la música la razón de su mutua existencia. 

El arte les llevó a “salvar vidas” a muchos otros bandoneones. Aquel gran hombre sabía de qué adolecían. Les daba una segunda, una tercera oportunidad para que siguieran siendo útiles en las manos de sus dueños.  

Nadie quiso a un bandoneón como Carlos Rubén al suyo. Al guardarlo en su estuche especial, como si fuera un hijo más de los cuatro que tuvo, lo hacía con ternura especial, procurando que el fuelle y las teclas no sufrieran el mínimo roce ni estropeo.

Con él, solo con él, se abrió espacio en esa ciudad por cuyas venas fluye la música: Loja; con él conquistó a quien sería su esposa: Luz; con él copó escenarios, rompía la paz de las noches con las serenatas; animaba encuentros familiares, de amigos. Sin él, imposible que fuera parte de Estudiantina Atenas y grabara discos. Sin él, qué para que enseñara a tantos y a tantos que soñaban con tocar bandoneón, en especial a los abogados, y muy en especial a los ligados a la Función Judicial, de la cual formó parte como Registrador de la Propiedad en su tierra adoptiva. Sin él, qué para que, cuando conscripto en Celica, sus comandantes lo llevaran para que les ayudase  a conquistar corazones.

Noventa y cuatro años después de su nacimiento, más de ochenta de haberle convertido en una extensión de sus brazos, de su oído, de haberle sostenido entre sus piernas abriendo y cerrando el fuelle, pulsando sus teclas, el bandoneón de Carlos Rubén se ha quedado solo. En algún rincón de su casa debe estar llorándole, extrañándole, negándose a salir de su estuche, como estuvo desde que a él la vida se le apagaba lenta, inexorable.

También pueda ser que, igual que un perro fiel a cuyo amo le tatuó en su alma, se decida ir a su tumba recién abierta para llamarle, o a decirle: yo también me silencio, me apago…(O)

Lcdo. Jorge Durán

Lcdo. Jorge Durán

Periodista, especializado en Investigación exeditor general de Diario El Mercurio
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