Cuesta decirlo, pero muchas de nosotras hemos sentido ese comentario que nos incomodó, esa mirada que nos hizo dudar, ese murmuro que sin saberlo nos ridiculizó… Formas de deslegitimación que vinieron de otra mujer.
Probablemente en un contexto familiar o de amigas lo encasillemos como un chisme… se dice que las mujeres somos complicadas, pero en el espacio laboral, el refugio, la complicidad natural y el decente compañerismo se quiebra en silencio, más aún cuando quien lo hace, tiene la protección implícita de su “padrino”.
Cuando una mujer minimiza el trabajo de otra, responde a una estructura conflictiva que impide descubrir la fuerza que tenemos juntas; me atrevería a decir que la violencia entre mujeres en los espacios laborales no surge de la maldad individual, sino que surge del cansancio, del miedo, de la necesidad de que nos reconozcan en entornos que exigen perfección, paredes que hablan y nos recuerdan que “nunca es suficiente lo que hacemos”.
En ese intento cotidiano nos olvidamos de ver a la otra como aliada, como compañera, como espejo y algo muy importante, como motivación ya sea para continuar o para corregir. No nacemos enemigas, pero en algún momento nos volvemos competitivas -con o sin maestro- y en medio de esa conflictividad, aparecen una serie de fantasmas que amenazan el privilegio de la otra.
Esas lógicas aprendimos de un mundo que nos enseñó a sobrevivir compitiendo, un mundo que, siempre nos “acomoda en espacios femeninos” bajo liderazgos que reproducen reglas que no escribimos y reglas que nos dividen.
Dejemos de actuar desde las heridas y empecemos a vernos como aliadas para que ninguna de nosotras tenga que competir para ser visibles en lo laboral; tal vez y solo tal vez, descubramos que juntas podemos sostener espacios más justos, más humanos, más libres; solo así haremos de la sororidad algo más allá de una bonita palabra.
Cuando las mujeres nos reconocemos, nos acompañamos y nos sostenemos, nos sanamos en individual y nos transformamos en colectivo. (O)





