Por: Lucía Rodas de Albarracín
Y yo a la orilla del río,
viendo cómo baja el agua
y extrañando aquel tumulto
de la gente que pasaba;
para ir a su trabajo,
para llegar a la escuela
o simplemente, pasaba,
con el perro de su casa.
Aquí, desde mi ventana,
extrañando el griterío
de los inquietos muchachos,
que iban aquí cerquita
al colegio de mi barrio.
Ya no se escuchan los pitos
de los camiones que pasan,
o, la canción de estribillo
del gas que dejan en casa.
Enmudecieron los perros,
los pájaros y los gatos;
todo es silencio y vacío,
este vacío que mata
envuelto de incertidumbre,
de miedo, recelo y hambre.
¡Hambre!, ¡sí hambre…!.
hambre de salir de casa,
hambre de abrazar a alguien,
de poder mirar su cara
y acercarme con confianza…
al nieto, al amigo, al hijo;
ahora sólo puedo verlos
de lejos y con recelo
de que toquen algo en casa,
porque han de dejar el virus
de esta soledad que mata.
Pero, yo, tengo certeza
de que pasarán las horas,
se completarán los días
y renacerá la aurora;
volveremos a estar juntos,
a caminar por las calles,
a mirar cómo la gente
pasa y pasa por mi lado,
sin temor, sin desconfianza.
Porque Dios aún está vivo,
Y, en El, pongo mi esperanza.