Cuando en las clases de catecismo, antes de ir a la escuela, nos enseñaban los pecados capitales, entre la ira y la envidia estaba la gula. El jueves santo cuando llegaba la fanesca en el almuerzo familiar luego de, no sé si comer o devorar el primer plato y quedaba abundante cantidad para la repetición, rondaba por la mente la idea de que, haciéndolo, cometíamos el pecado de gula, pero podían más las ganas que el pecado. Al ver que los mayores lo hacían como si nada, desaparecía el escrúpulo.
Largos chismorreos acompañaban al ceremonial fanesquero sobre cuál era la receta ideal. Todos estaban de acuerdo en que la mejor era la de su abuelita. La comilona de mote pata se daba durante el desenfreno carnavalero, pero la de la fanesca en los días estrella de la Semana Santa en los que el ayuno y otras mortificaciones debían ser más observados, pero clérigos y laicos disfrutaban de este manjar. En aquellos tiempos comer pescado era una rareza en nuestro medio, pero el bacalao traído desde Noruega rompía las reglas en la fanesca.
Nos consolábamos porque decían los mayores que toda regla tiene su excepción y que la gula podía pasar de agache en este caso ya que el paladar tiene también derechos. No faltaban algunos que citaban la última cena como un paréntesis deleitable a las torturas y martirios. En nuestros días en la comida de fanesca ha perdido fuerza el ritual familiar y todos los días de esta semana se ofrece en restaurantes de todos los gustos y colores. Se ha convertido en competencia de chefs.
No sé porque se me ocurrió escribir sobre la fanesca cuando su majestad coronavirus ha complicado la compra de granos para que todo quede en casa. Pero, “a lo hecho, pecho”.