OPINIÓN|
“Las casas nuevas están más muertas que las viejas porque sus muros son de piedra, pero no de hombres” – Cesar Vallejo –
Y Vallejo como un Dios en el soplo divino del séptimo día les vuelve humanos en una simbiosis más allá de la vida y de la muerte “Una casa vive únicamente de hombres, todos has partido, pero todos se han quedado lo que continúa en la casa es el pie, los labios, los ojos y el corazón”.
Se quedaron el pie, los labios, los ojos, el corazón arrebujados en los rincones, en los círculos concéntricos sin la lluvia haciendo remolinos en los patios, al reverso de las puertas en donde cada año se marcaba el tercer de los hijos con pequeñas rayas horizontales devengando la vida, arrastrando las sillas en pos del sol en el murmullo de la plegarias refugiaban los padres al son de las noches en el eco de las rondas en las azoteas cantaban los niños a la Luna en el aroma del pan cocido en hornos de prodigio.
Y eran sólo uno los habitantes de la casa, la gente al encontrarse omitía los nombres y decía: “cómo están en casa, salude en la casa”.
Pasaron los días y llegó el tiempo en que las casas viejas se quedaron solas de soledad humana y han cumplido un ciclo como sus dueños decías ese aire de modernidad que alguien en un justificativo de mal gusto degeneró en codicia.
Cayeron los muros de los conventos, los altares de las Iglesias, las capillas colegiales donde se entraba a rezar como en casa propia; los púlpitos recubiertos de pan de oro como almas en pena vagan extraviados en bares y cantinas, se arrancaron las verjas de parque una cuadra entera de su entorno se redujo a polvo, levantándose luego horrendos edificios ideados por afuereños.