Era finales de agosto de 1.989 y llevaba a Mariana, mi hija menor a visitar a su mejor amiga, María Gabriela Rangel. Su familia vivía en la parte alta de Altamira, muy cerca de la montaña. Eran cerca de las tres de la tarde, me detuve frente a la casa y como no había donde estacionar, ya que los puestos estaban tomados por los carros de las personas que suben a la montaña por la entrada de Sabas Nieves, le pedí a Marianita que se bajara y fuera hasta la puerta, tocara el timbre, que yo estaría esperando hasta que le abrieran y pudiera entrar para marcharme. Quien abrió la puerta fue su papá, a quien no conocía personalmente, solo de referencia por ser el papá de la mejor amiga de mi hija menor, sin embargo, nunca habíamos coincidido.
Marianita entró, pero el papá de Maria Gabriela me hacía señas para que me bajara y entrara a la casa. Por señas, yo le daba a entender que no había lugar donde estacionar, que lo haría en otra oportunidad, sin embargo, el fue tan insistente que no me quedó otra opción que estacionar frente a su garaje, bajarme y acompañarlo a su casa.
Nos presentamos y con una gran amabilidad me invitó a sentarme en un sofá que había en el salón principal. Hablamos de nuestros hijos, me preguntó acerca de mi trabajo, comentamos sobre el lugar en el que está ubicada su casa, sitio realmente privilegiado y aunque realmente no recuerdo sobre qué hablábamos en ese momento, me preguntó de repente: ¿Qué es ese hilo rojo que usas en el cuello? Recordé cuando el Dr. Ortega me había hecho la misma pregunta un tiempo atrás. Ya con un poco menos de vergüenza, le conté como el Lama me lo había colocado durante la ceremonia del Refugio. Acto seguido me preguntó: ¿¿tú meditas?? La pregunta en principio me sonó fuera de contexto y de lo que veníamos conversando. Seis meses antes, incluso me habría parecido una locura. Me quedé callado por unos segundos y le contesté: bueno, desde hace unos meses he estado asistiendo a dos grupos, uno de budismo tibetano y otro de Sai Baba. En ambos, en alguna parte del proceso, se supone que meditamos. En el primer caso se repiten unos cánticos y unas palabras en idioma sánscrito o tibetano y en el grupo de Sai Baba nos concentramos en la llama de una vela y tratamos de expandir esa luz, hacerla cada vez mas grande partiendo desde nuestro corazón e iluminando el cuerpo, el salón, la ciudad, el país y así sucesivamente.
Inmediatamente me dijo, yo doy clases de Meditación Zen, y este lunes inicio un grupo de enseñanza del Zen que dura dos meses. Nos reunimos los lunes, miércoles y viernes a las 7 de la noche por dos meses. Ese curso lo llamo Introducción a la Meditación Zen. Los invito a ti y a tu esposa para que hagan el curso, además no les cobrar nada por ser los papás de Marianita.
Le agradecí la invitación y le dije que hablaría con María Eugenia, pero que seguramente el lunes estaríamos en el lugar indicado para iniciarnos. Nos despedimos y eso marcó el final de nuestro primer encuentro. Desde entonces hasta ahora no hemos perdido nunca ese contacto.
Salí de allí con una mezcla de sensaciones. Por una parte, entusiasmado con esta nueva experiencia, en ese mundo que apenas había comenzado a mostrarse meses antes a través del Lama Ole y luego continuado gracias a la introducción que me hizo Daniel al grupo de Sai Baba. Por otra parte, mis creencias y paradigmas parecían aflorar y me preguntaba si esta nueva experiencia no sería todavía más profunda y comprometedora, ¿¿no me estaría metiendo en aguas muy profundas?? Esa palabra Meditación tenía una especie de toque esotérico que chocaba contra lo que todavía existía en mi por mi educación religiosa.
Así llegué a la casa e inmediatamente le comuniqué a María Eugenia la noticia. Ella se entusiasmó mucho. Por el contrario que en mi caso, su educación fue bastante liberal en el sentido religioso. Estudió en varios colegios laicos y su mamá fue estudiante de Metafísica por muchos años y ella con frecuencia la acompañaba a las reuniones donde se practicaban las enseñanzas de Connie Méndez.
Nunca pasó por mi mente que ese encuentro con Aquiles, el papá de la mejor amiga de mi hija menor marcaría de una manera importante mi vida a partir de ese momento.
Ese lunes, estuve todo el día pendiente de que al final de la tarde iría al Curso de Meditación. No hice compromisos importantes para después de las cuatro, de forma de poder salir a eso de las cinco y media, buscar a María Eugenia en la casa y seguir al C:E:I. ( Centro de Estudios Integrados) donde Aquiles trabajaba como Psicoterapeuta en las tardes ya que en las mañanas impartía clases de Sociología en algunas Universidades y allí sería el lugar de instrucción. Por suerte, quedaba a unos cinco minutos de mi casa, lo que me entusiasmaba aún mas, en una ciudad con tanto tráfico.
Asistimos cinco personas a ese grupo. Otra pareja (Manolo y Patricia) y una muchacha Arquitecto, llamada Lucía. Con todos establecimos, a lo largo del tiempo, una gran amistad que se mantiene todavía vigente.
Comenzamos con cierto retraso en un salón pequeño, lleno de cojines, como en muchos de los consultorios donde se practica la Psicoterapia Gestalt. Además de esos cojines, habían otros más pequeños, gruesos, redondos y de color oscuro, que eran los que usaríamos para meditar. Nos enteramos de que se les llamaba “safú”.
Comenzó con una Charla sobre la Meditación Zen, y aunque no recuerdo el contenido ya que han pasado mas de 15 años, recuerdo que las palabras silencio, quietud, estrés, postura, aquí y ahora, mente y respiración estaban presentes en su discurso. Por detrás de esas palabras se podía percibir la combinación de seguridad con serenidad que de una forma espontánea y natural mostraba Aquiles. Sentado en su cojín, en postura de Meditación hizo toda su exposición. Nos indicaba además que al comienzo empezaríamos por aprender a relajarnos, como paso previo a meditar. Luego de un pequeño intermedio para tomar un té, nos sentaríamos a meditar por un tiempo, que nunca determinó. Creo que en los años que fui su alumno, él nunca mencionó cuanto tiempo iba a durar la meditación, siempre fue una incógnita. Eso me molestaba ya que siempre he sido de las personas que planifican y miden el tiempo que toma hacer cada cosa. Ese fue quizás uno de los primeros paradigmas que tuve que romper, aprender a sentarme quieto y en silencio por un tiempo indefinido cuyo final sería anunciado por el sonido de unas campanas tibetanas y en el momento que él lo sintiera conveniente.
Durante ese entrenamiento de dos meses, asistiendo religiosamente tres veces por semana a las 7 de la noche, pasé por diversos estados de ánimo respecto a lo que me iba ocurriendo a lo largo del curso. Algunos días me sentía relajado y feliz , otras estaba confuso de lo que experimentaba y escuchaba, otras , quizás la mayoría de las veces, sumamente adolorido en mis piernas particularmente las rodillas por mantener la postura, en mi caso , de medio loto a veces por espacio de hasta media hora, a tal punto que al sonar la campana y el profesor levantarse en señal, que los alumnos también lo podíamos hacer, me costaba lograrlo e incluso mantenerme en pié ya que normalmente la pierna derecha se dormía totalmente. A veces me preguntaba si tenía sentido continuar, pensaba que podía estar en mi casa, tranquilo y sin las molestias en las piernas, igualmente en algunos casos me provocaba pararme y salir corriendo cuando parecía que esa campana nunca iba a sonar indicando el fin de la meditación y el alivio para mis piernas.
En la medida que avanzábamos se hacían mas largos los tiempos de silencio, manteniendo la postura, atendiendo la respiración y en actitud de meditación.
La clase comenzaba con una calistenia suave, movimientos de las articulaciones y algunos estiramientos básicos. Aquiles siempre nos decía que la tensión se acumula en las articulaciones impidiendo el libre flujo de energía y por eso para meditar había que moverlas primero para que esa energía fluyera mejor durante la meditación.
Nos acostábamos sobre toallas a relajarnos por unos minutos llevando nuestra atención a la respiración y haciéndolo de una manera rítmica llamada 2 x 4, que significaba, tomar aire en cuatro tiempos, retener dos, exhalar en cuatro y esperar dos antes de volver a inspirar. Insistía en que ese ejercicio ayudaba a recuperar el ritmo respiratorio adecuado que habíamos perdido por la forma acelerada de vida y el estrés en que vivíamos. Siempre nos decía: “el que respira poquito vive poquito, el que respira intensamente vive intensamente”.
Después del primer mes, en el que aprendíamos a practicar la Concentración, nos enseñaba una caminata denominada Kin Hin , y que iba a preceder a una segunda sesión de meditación en la que practicaríamos la Contemplación u Observación, o sea, que a partir de ese segundo mes, se realizaba una primera meditación de media hora, al sonar la campana, terminábamos esa parte de Concentración, nos poníamos de pié, en silencio, realizábamos la caminata, alrededor del salón, enmarcada en un ritual de postura de las manos, mirada, pasos,… para luego volvernos a sentar otra media hora para la fase de contemplación u observación. Al final de estas dos sesiones mas la caminata, se realizaba el mondo, que consistía en que todos los alumnos nos sentábamos en círculo y el profesor se dirigía a cada uno con la siguiente pregunta: ¿Cómo estuvo tu “sazen”?
La Práctica del Zen, de Taisen Deshimaru ( pág. 14)
(Estos párrafos, entre otras lecturas, eran uno de los favoritos del Profesor, quien la leía al final de la sesión de Contemplación)
“Hace veinticinco siglos en la India, no lejos del Rió Ganges, un hombre medita sentado bajo una higuera. Hace ya seis semanas que reflexiona. Su cuerpo no se mueve y si no fuera por su aliento profundo y poderoso se le creería muerto. Completamente inmóvil, tranquilo como una montaña. No rechaza la nutrición, el sueño ni el cuidado delicado de una mujer. Simplemente, ha decidido no moverse de debajo del árbol hasta que no haya resuelto el problema del nacimiento y la muerte.
Una noche, poco antes del amanecer, mientras Venus brilla en el cielo, descubre el secreto mas oculto. “En la última vigilia nocturna he alcanzado la ciencia mas oculta….las tinieblas se recogieron y se hizo la luz” Se convirtió en Buda, que en sánscrito significa,
“el que ha despertado “. Había descubierto un diamante. Se lo guardará?? Había encontrado la llave. ..La prestará?? Duda unos instantes. Después decide consagrar su existencia terrena a la transmisión del secreto. Helo aquí: Comienza por sentarte en la posición de Buda. Concéntrate en la firmeza del cuerpo y en la respiración. La vía es de una simplicidad apabullante. Solamente sentarse, sin preocupaciones, sin pensamientos. Vacío. En posición auroral.”
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enequilibrio11