OPINIÓN|
Entre los últimos viajeros que arribaron a Cuenca, a través de los antiguos caminos de herradura, se encuentra el norteamericano Albert B. Franklin. En junio de 1941, luego de emplear unos cuantos días en el viaje de Loja a nuestra ciudad se retiró a descansar en el Hotel Patria. A las 4 de la mañana fue despertado bruscamente por una procesión de fieles y cánticos religiosos, se trataba nada menos que de “El rosario de la aurora” que pasaba al pie de su ventana; pensó que por arte de magia se había trasladado a una urbe española del siglo XVII, en pleno catolicismo militante de la Contra Reforma. En los días subsiguientes, el trato con las gentes le permitió vislumbrar la sociedad de castas y clases sociales que llegaban hasta el idioma y la ocupación de los espacios públicos y privados; el orgulloso aire de las familias aristócratas “de pura cepa española”, los mercados de cholos, la habilidad de los artesanos, los mendigos, tan similares a los pícaros de la España Imperial, la enorme Catedral, para mayor gloria de Dios, cuya construcción arrancaba del siglo anterior. Todo esto explicaba el asombrado comentario de Franklin sobre Cuenca, consignado en las páginas de su libro: Ecuador, retrato de un pueblo: “Cuenca es barroca, no solo en la arquitectura, el arte plástico y la literatura, sino en su misma alma: Cuenca es la España del siglo XVII conservada en urna de cristal”. (O)