Ana Marcela Paredes
La violencia en todas sus formas me ha pasado rozando la cara. He sido víctima y he intentado defender con mis limitadas fuerzas a mujeres en plena acción violenta de sus agresores. Los hechos me han dejado temblando y pensando siempre, que pasaría si esto o aquello no hubiese llegado a tales extremos.
El macabro hecho del viernes pasado me pone nuevamente en perspectiva, recapitulando las historias de tanta violencia en la ciudad en la que crecí, con la que tengo tanto en común, y existe la suficiente familiaridad para ubicar por los apellidos, la cuna de unos y otros.
Hoy la historia tiene nombres y apellidos muy familiares para mí. El “Jota” como le conocía al niño travieso que jugaba con mis sobrinos es el autor de un femicidio en pleno Centro Histórico de Cuenca, la víctima, una hermosa madre de dos hijos, perdió el aliento, aunque su agresor pensaba “que esto no era para tanto”.
En mis imaginarios, los femicidas son seres de otro mundo, locos, mimados, a los que nunca les dijeron que hacen mal. Su medio justifica eternamente sus actuaciones, por pena, por compasión, por la razón que quieran. Pero, ¿tendrán una cara de locos? ¿Podremos reconocerlos si cruzamos palabra?.
Al femicida de hoy, yo lo conocí cuando niño, guardo gratos y buenos recuerdos de sus padres, mis amigos. Se trata de una familia consolidada y estable. ¿Traumas? ¿Violencia? Lo dudo mucho.
Pensando en voz alta, pienso que a un femicida no lo forman sus frustraciones, sus traumas, a un femicida lo forma la cotidianeidad, la normalización, la idea de que “no es para tanto”. Hoy es Gaby, mañana puede ser cualquiera de nosotras, de las nuestras, de las más cercanas.
Se me pone la piel de gallina cuando pienso en que existen femicidas encubiertos a cada paso, a los que fácilmente se les puede ir la mano y lo que más me aterroriza es pensar que este hecho doloroso, tendrá más de una mirada, y lamentablemente más de un culpable.
La justicia hará su parte, y el femicida de hoy tendrá un juzgamiento y una condena, imposible de reparar en la vida de dos niños que pierden a una madre, y de otros dos, que pierden a un padre preso por quien sabe cuantos años.
Ver tan de cerca la miseria de un ser humano, y la posibilidad de que en un mismo medio armónico pueda una persona despertar tan bajos instintos, me pide a gritos que de la forma que sea, continúe exigiendo que las penas sean más altas, y más preventivas, que se pueda condenar cualquier forma de violencia, que las leyes sean expeditas, porque, si hoy el abuso y la agresión golpeó la puerta del frente de mi casa, mañana puede estar dentro de la suya. (O)