OPINIÓN|
Siete y media de la mañana, un frío intenso envuelve la Ciudad. Es miércoles y es “el último chance” que tiene don Luis para conseguir trabajo esta semana. Si antes de la pandemia con sus 65 años ya le era difícil, ahora “está jodido”, me dice, este día que parece un lunes cualquiera en la plaza de San Francisco por las decenas de albañiles, obreros y maestros de la construcción que con sus herramientas en sus mochilas esperan ser contratados. Nos encontramos tomando una agüita de sábila, con la debida distancia, en la esquina de la plaza, en nuestro vano intento de mitigar este extraño clima de septiembre. Don Luis le contaba a la señora de la carretilla que vive, en El Valle en “una casita de adobe” construida con sus propias manos y de su familia y que si no fuera por eso “ya no estuviera caminando por estas tierras” y que como ahora ya se terminó el Estado de emergencia “ojalá le gente ya no tenga miedo de contratarnos”. ¿Por qué?, le pregunté, metiéndome en su conversación –libertades que, a veces, da la calle y el oficio–… “A mi hijo le pidieron prueba de covid, la gente tiene miedo”. Se acerca una camioneta aminorando su marcha y don Luis corre sin pensarlo y se vuelve parte del enjambre que rodea al conductor. Viejas realidades. (O)