OPINIÓN|
El progreso tecnológico se ha presentado como la mejora de la condición humana; sin embargo, parece que esta premisa no es del todo cierta; nos estamos olvidando de que fueron los hombres los que concibieron la tecnología y no a la inversa.
La tecnología ha creado una especie de subordinación que impide ser buenos ciudadanos, ya que multiplica riqueza, pero, disminuye valores y virtudes. La tecnología nos acomoda a su antojo, dispone nuestro tiempo y forma vidas mecanizadas. Una aproximación a esta reflexión la hace “El dilema de las redes sociales”, una docuficción distribuida por Netflix.
Está claro que la tecnología que ofrecía un mundo mejor, aún, no ha logrado resolver las graves dificultades sociales y morales. No podemos negarnos a vivir con las condiciones que nos impone la tecnología, pero, el problema se presenta cuando no indagamos sobre las implicaciones que tiene sobre la esencia del ser humano, sobre su estructura y, peor todavía, sobre el razonamiento de los individuos. Mientras más limitada sea la capacidad que tenga el hombre para entender los efectos de la tecnología, mayor será el poder que alcance esta misma tecnología, como hace referencia la obra “La obsolescencia del hombre”.
El rol de consumidores o de usuarios nos hace inconscientes y, por lo tanto, víctimas de las virtuales máquinas y de los productos de las máquinas, ya que no entendemos el dominio que ejerce la tecnología en nosotros (Anders). Las consecuencias son evidentes: falta de racionabilidad y de sensibilidad moral. La situación exige un profundo cuidado de la existencia del ser humano, porque como lo advertía Anders, la tecnología mal utilizada, puede conducirnos a un “suicidio de la humanidad”, en el que “nadie es actualmente culpable y cada uno es virtualmente cómplice”. (O)