«Si me matan, sacaré los brazos de la tumba y seré más fuerte», la promesa de Minerva, una de las tres mariposas dominicanas, se materializa en la declaración de Naciones Unidas que proclama el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
Entre el macho cazador y la mujer recolectora, las relaciones de género se construyen históricamente desde una estructura: dominación – subordinación, donde la cultura provoca prácticas cotidianas que condicionan una sociedad asimétrica y violenta.
Así, de lo cotidiano a lo invisible, la violencia construye su propia cadena sistémica, empieza por “la desvalorización simbólica de la mujer (violencia cultural), que la abocó históricamente a un estatus de subordinación y exclusión institucional (violencia estructural); y, esta marginación y carencia de poder favoreció su conversión en objeto de abuso físico (violencia directa)”, refiere Johan Galtung.
De este modo la violencia contamina las cuatro esferas de las necesidades humanas básicas: “contra la necesidad de supervivencia la muerte de tantas mujeres; contra la necesidad de bienestar: el maltrato, desprecio, descalificación, acoso, etc. Contra la necesidad de una identidad: la alineación de un imaginario simbólico masculino, donde lo femenino es sólo por negación del primero; y, contra las necesidades de libertad: la negación de derechos, la disminución de opciones, oportunidades y alternativas de desarrollo de capacidades y funcionamientos que amplíen sus rangos de selección y decisión”.
La violencia es un producto construido históricamente; y, por tanto, sujeta a procesos de construcción y deconstrucción a partir de una nueva matriz de educación que transforme la cultura y resignifique códigos equitativos de convivencia que, más allá del machismo y el feminismo, construyan la categoría efectivamente humano. (O)