Cómo no iba a tener su río, mi pueblo, abrazado por dos medias lunas de cerros en contrapunto permanente de bruma y lluvia, garúa, niebla y arcoíris; cerros que le chorreaba, al valle, un sinfín de manantiales y quebradas que, paso a paso, engrosaban un caudal en descenso cristalino entre rocas y arenas color de miel, menta y oro; haciendo recovecos, chiflones y rápidos hasta juntar sus aguas con el Quingeo, el Gordeleg, el Jadán y el Paute.
El río Malguay, de El Valle, fue una ilusión distante primero y una aventura posible después; motivo de excursión frecuente entre hermanos para saborear capulíes de sabores exóticos, manzanas chilenas, cocos, frutas inverosímiles en sus orillas boscosas y huertos contiguos; para un chapuzón y jugar con barquitos de hojas de gañal, recoger piedritas de colores en su cauce y de pedernal en sus orillas; para bañar al ganado y al caballo de papá, en los grandes veranos; para explorar aguas arriba hasta su confluencia con el Quingeo, aguas abajo hasta sus nacientes por Malguay, Gualalcay, Pucacruz y El Verde; para los primeros paseos escolares, estrenando compañeros, los mejor-amigos y las primeras novias. Claro que, después, regresé a jugar en sus playas con mis hijos y mis nietos, pero ya no es, ese potro desbocado de los inviernos infantiles ni ese apacible corcel de esos veranos y otoños centelleante al sol entre hojarasca, sopor y pájaros soñolientos. Siempre motivo de sueños recurrentes que al despertar se ansían seguir soñando.
Cómo puede ser ese torrente de otros tiempos, cuando casi se han extinguido los bosques de sus cerros originarios, las arboledas de sus orillas, los maizales de sus playas, los colores de sus frutos, pájaros y flores, ante la voracidad de las fronteras maderera, agrícola y urbana que no perdonan. Entonces les cuento, a mis nietos, cómo era nuestro río de bello: selvático, torrentoso o apacible, sinfónico y generoso. (O)