La aventura debía ser bien planificada para que resulte exitosa como lo pretendían los amigos. Tendrían que tomar algunas y muy importantes provisiones y decisiones. Los dos, aventureros, sí, pero con disímil modo de pensar y valorar la vida y distintas aspiraciones y necesidades en su alma, tenían que rellenar y preparar sus morrales de viaje, diferente y en apego de sus muy particulares necesidades. Llenaron su equipaje hasta el tope. Pesada carga tendría que soportar sus espaldas, sabiendo que escalarían cerros y empinadas y sus pasos hollarían desiertos, para así llegar al destino, serenamente. El uno cargó prístina agua de vertiente, mientras que el otro, preocupado por su riqueza futura, rellenó de oro su morral. Caminaron y vadearon ríos y quebradas. Escalaron riscos y picachos donde las aves fabrican sus nidos. Luego de mucho esfuerzo llegaron al inhóspito y sofocante desierto, donde la calima enseñoreada volvía yesca las gargantas. El agua que trajo el uno, escaseaba y no podía compartirla con el que traía pesado mineral a cuestas. La sed inmensa partía los labios y la piel se volvía cada vez más ajada y cenicienta en los aventureros -te doy parte de mi oro por un sorbo de agua fría- suplicó en tono lastimero el viandante, mientras que el otro replicó que no le serviría aquel metal para nada si su agua escaseaba -Moriría con un frio e inerte metal en mis bolsillos y no es aquella mi aventura- replico razonadamente el buen amigo.
Cuenca, aquella Cuenca de los cuatro ríos, la bella perla que bebe gotas de límpidos humedales, requiere en su vida y para ser donosa y bella, el agua clara y dulce y no inertes minerales. Debe guardar su líquido tesoro con las fuerzas de su alma y de su gente. Su camino será eterno. Vendrán los nietos y los nietos de estos y su herencia más preciada serán sus maravillosas vertientes. Los regatos dulces y los meandros de sus ríos; el chapoteo de espumas en las piedras de lechos pedregosos; la poesía de gotas que acarician piel y alma; el sinfónico murmullo de cauces que van a su paso adulando guedejas verdes de sauces llorones llenos de nidos y trinares; el húmedo beso de una tarde umbría y el grito feroz de una creciente, serán los que nos lleven al futuro perdurable y bueno. No debe importarnos en lo más mínimo el oro, inerte piedra amarilla que siempre despertó codicia entre los hombres y tan solo sirve para rapiña, contaminación, dispendio, tráfico y codicia. Sí, sí y mil veces sí. Defendamos el agua en la consulta. (O)