Esta es una historia de un padre y una hija. Un padre que ahora, mientras escribe estas líneas, la mira dormir. Están lejos de casa, bastante. Hace cinco días empezó esta historia, un viaje sencillo, unos días en la playa para cambiar los aires fríos de la ciudad. Y, sin embargo, un viaje maravilloso, el primero que hacen los dos, solamente los dos. Viaje a cuatro manos, que creará nuevos recuerdos que les pertenecen a ellos y nadie más. Horas compartidas entre la piscina del hotel y el caos absoluto de una habitación sin orden posible.
Y es que un hombre atraviesa diferentes etapas en la vida. Y bueno, él está en la etapa de ser papá de una niña que va convirtiéndose en una hermosa mujer, allí, ante sus ojos, y no se lo quiere perder. Y es que, después de haberse acostumbrado tanto a la pequeña princesa, este cambio repentino que anuncia la adolescencia le asusta un poco. Tanto que a ratos no quiere mirar. No quiere saber. Pero eso es imposible, porque allí está ella, dulce, deslumbrante, inteligente. Y brava, por supuesto. Desdeña la autoridad, mira a los ojos, es implacable cuando se convence de algo y no cede terreno cuando lleva (o cree que lleva) la razón. Y el padre no puede corregirla porque él se lo enseñó. O podría, claro, decirle que en la vida hay que andarse con más cuidado y esas cosas. Pero no va decírselo, porque él tampoco lo cree.
Ahora mismo el padre se sienta a su lado, sin hacer ruido para no despertarla. Y en ese momento, precisamente allí, el padre cambiaría todo lo que tiene por detener el tiempo. Pero no puede. Sabe que esta breve pausa terminará mañana cuando sea hora de volver a la ciudad. Y sabe también que volverán a sumergirse en la rutina esa que no permite prestar atención a las cosas importantes. Por eso, ahora mismo, observa, medita y calcula. Calcula el próximo feriado, las próximas vacaciones, la próxima oportunidad, escasa e invaluable, de volver a mirar el mundo a través de sus ojos.
Gracias nena… (O)