Cuenca no era más que un bello y pintoresco villorrio. Sus trazas en damero, terminaban en unas pocas cuadras. Todos nos conocíamos y con pormenores de todas las familias. El parque central, fue nuestro segundo hogar cuando nuestra adolescencia soñaba en mil futuros. Nunca hubo más placer que reunirnos en un gran pelotón de bullangueros que teníamos como lugar de encuentro, en medio de rechifles singulares, los portales y arcos de las señoréales casas de la gente que en ese entonces fue rica. Horas y horas placidas transcurrían, en medio de risas y mofa entre nosotros, en ansiosa espera de la hora de salida de los colegios de las chicas, quienes, con sus máquinas de escribir y cuadernos, desfilaban coquetas y lindas en medio de nuestros alardes para conquistarlas. Las hormonas bullían como indómitos volcanes y nunca faltaron las trompadas frecuentes entre nosotros sin mediar mayor agravio e inclusive, pactábamos puñetazos entre miembros de otras jorgas, buscando cotejas para la gresca muy conscientemente, esperando calmadamente salir de clases y pagando entre los dos contrincantes el taxi que nos llevaba a un descampado para sobarnos los polvos. Muchos de ellos son hoy mis grandes amigos, lo que demuestra que, tan solo fue un impulso de la insolente y maravillosa pubertad, que debía demostrar cuan hombres podíamos ser en el momento. Fiestas, únicamente matinés y luego con prolongaciones interminables que nos llevaban a ver el amanecer, jubilosos, fueron frecuentes. No éramos conscientes del tiempo y de la vida. La alegría innata del púber y las mieles del nuevo hombre que se gestaba en nosotros, nos ocupaba. Forjábamos lazos que hoy los siento como indisolubles sin saberlo. Danzamos majestuosos en medio de una vida sin responsabilidades mayores y la algarabía y los episodios, hoy, maravillosos recuerdos y anécdotas hilarantes de la bella adolescencia, nos convocan. En lejanos días, recostados en el muelle prado del parque, formábamos una gran rueda, poniendo la cabeza en el cuerpo del amigo y formando una especia de mesa redonda donde rizas florecían. Cinco y más décadas después, la amistad nos llama. Como si fuésemos los mismos muchachos de antes, nos reunimos. Nuestras rutas vitales fueron diferentes y nos ocuparon con vehemencia sin tiempo para vernos. Hoy, muchos ya jubilados, con cabezas calvas o plateadas, algunos con achaques por brizar las nubes de los años, nos volvimos a encontrar en días de jolgorio y bellas reminiscencias. (