En el Ecuador de hoy nadie cree en nadie. Todo pillo se yergue como conductor o aspira a serlo. Las leyes son atropelladas, los rateros se regocijan. De un país que buscaba ser mejor hemos pasado a un Ecuador impávido mientras descendemos al abismo. Permítanme un frio y descarnado análisis, al respecto.
Sentimos que nos falta piso y que el horizonte se ha desdibujado. Caminamos en compañía de la inseguridad. Nadie está tranquilo. Los encargados de conducir al país, al parecer, se han dado por vencidos. No sentimos a diario la presencia de la ley. El presidente G. Lasso tiene un pecado de origen: el de no haber conocido exactamente en qué lío se metía. Solamente esta posible causa explica su tímido actuar frente al atropello descarado a los basamentos morales y cívicos del buen vivir.
Qué fantasmas deambulan por el palacio presidencial, desconozco; pero sí estoy seguro, que de haberlos, todos son portadores de recelos, miedos, temores, angustias, inseguridades e indecisiones. Es decir, tenemos a un Presidente sitiado en su residencia; a un hombre que no se decide a tomar al toro por los cuernos. Esa perplejidad pecaminosa impide una muerte cruzada o un plebiscito para terminar de una vez por todas con la madre de tanto desafuero: la Constitución de Montecristi.
Esconder la cabeza debajo de la arena hasta que pase la tormenta, como dicen que hace el avestruz, no cabe porque tenemos expertos que pescan a río revuelto y provocan tormentas con fines protervos. Es hora de jugarse el todo por el todo. Al gobierno le hace falta no solamente gobernar sino también dar señales claras de que se está gobernando, haciendo lo que se debe hacer y reprimiendo aquello que no es lícito ni oportuno.
La Asamblea nacional es un claro ejemplo del desconcierto que se anida en las instancias creadas para encontrar soluciones a nuestros problemas. En este recinto se pelea a diario por llevar adelante consignas para favorecer a quienes empobrecieron al país: moral, cívica y económicamente. El pueblo, ustedes y yo, nos encontramos de brazos cruzados contemplando cómo se nos llevan la justicia, como ultrajan costumbres e ideales y cómo intentan cargarse con el santo y la limosna a través del imperio de la codicia y el latrocinio descarados.
Es hora de gritar: Alto, estamos vivos. La patria aún cuenta con hijos de bien. (O)