Esta vez pretendo no ser yo quien escriba este breve editorial. Quisiera que fuera él, ese faro de la literatura que se ha apagado hace unos días nada más, el que escriba a través de este servidor. Y poco importan ya las adscripciones partidistas de su fugaz paso por la política. Importa esa fascinación por su tierra “…aquel territorio salvaje, efervescente, indómito, donde todo parecía estar naciendo y muriendo, mundo inestable, riesgoso, movedizo, en el que un hombre se sentía arrancado del presente (…) de regreso a la aurora del acontecer humano.”
Importa ese constante cuestionamiento de lo divino, esa lucha interna que plasmó cuando Roger, uno de sus personajes icónicos, decía: “…la idea de Dios no cabía en el limitado recinto de la razón humana. Había que meterla allí con un calzador porque nunca encajaba del todo (…) que suerte tenían aquellos para quienes la existencia del Ser Supremo no había sido nunca un problema, sino una certeza (…) una resignación ante la muerte, que nunca conocerían los que, como él, habían vivido jugando a las escondidas con Dios” y luego, hablándole a su gente: “… la nuestra es una religión sobre todo para los que sufren. Los humillados, los hambrientos, los vencidos. Esa fe ha impedido que nos desintegremos como país…”
Y está también su mirada a nuestros pueblos latinoamericanos, convulsos y contradictorios, cuando nos deja un diálogo entre dos revolucionarios que departían diciendo: “… ¿Debo entender que si estalla la revolución no estará Usted con nosotros? – Estaré, desde luego. Pero a sabiendas de que será un sacrificio inútil. – Permítame hablarle con franqueza (…) No se trata de ganar. Se trata de durar. De resistir…”
Pluma magistral, es verdad, que miraba (¿no lo hacemos todos?) con preocupación cómo la literatura se apaga en las nuevas generaciones, pensando en esa educación donde “… el profesor de literatura parecía convencido de que era más importante leer lo que el señor Spitzer había escrito sobre Lorca que los poemas de Lorca (…) y al de filosofía más la forma de las palabras que el contenido de las ideas.”
Pero tal vez, lo más valioso de su legado, será esa filosofía de vida, ese profundo y elegante erotismo que poblaba sus escritos y se hace patente en los Cuadernos de la Peste cuando relata la vida del hombre que “… ha prohijado un amor imposible, con una mujer que seguramente inventó y con la que ha tenido y tiene todavía una pasión desgarrada, truculenta (…) una mujer en la que vuelca fantasías y apetitos recónditos y con la que no cesa de jugar”. Y queda también esa mirada ácida, irónica que se levanta ante las formas sociales cuando, no sé si burlándose o afirmando, reflexiona: “Todos somos actores (…) abandonamos la espontaneidad y, en lo que decimos y hacemos, introducimos lo que debe decirse y hacerse (…). Esto no es hipocresía sino teatro, cuidado de las formas, civilización…”
En fin. Quedan sus palabras, su obra innumerable y, sobre todo, ese inconmovible amor a la libertad. Esas enseñanzas sutiles que sabía esconder entre los pliegues de una historia, como aquella escena en la que un inquisidor decía: “Como fanático de la fe he interrogado a sospechosos de malas artes (…) A todos los llevé ante el tribunal que los condenó y los conduje a la hoguera. Al verlos arder, siempre lloré…” (O)
@andresugaldev