Eduardo y la voz de un país

Edgar Pesántez Torres

Hace poco recorría las calles de la capital, reviviendo aquellos años iniciales de los ochenta cuando, como jóvenes en formación médica, realizábamos nuestras prácticas en el entonces prestigioso Hospital Militar. Mientras caminábamos por avenidas conocidas, se hacía evidente una ausencia casi imperceptible para los nuevos tiempos: los puestos de periódicos habían desaparecido, consumidos por el vértigo de lo digital. Y fue, precisamente, a través de las redes sociales que el 12 de junio nos alcanzó la triste noticia: había fallecido Luis Eduardo Miño Naranjo, una de las voces emblemáticas del folclore ecuatoriano.

Desde entonces, los medios han difundido aspectos de su biografía, anécdotas y homenajes. Su legado, forjado en dúo con su hermano Danilo, ha quedado grabado en la memoria cultural del país. Pero hay algo más profundo que merece reflexión: no se trata solo de la pérdida de un cantante, sino del silenciamiento de una parte viva de nuestra historia sonora, de la memoria emocional de generaciones enteras. Y quizá por eso su muerte nos sacude más allá de lo anecdótico.

La historia cultural de los pueblos se mide tanto por sus gestas como por sus cantos. En el caso del Ecuador, la música popular ha sido una de las más poderosas formas de resistencia y afirmación identitaria. En sus pasillos, albazos, sanjuanitos, yaravíes y pasacalles, se recoge el dolor, la esperanza, la ternura y la fuerza de un pueblo que ha sabido cantar incluso en medio de la adversidad.  

Evoco, con afecto y nitidez, uno de aquellos festivales del Durazno, en la década de los ochenta, celebrado en las playas del Santa Bárbara, en Gualaceo. En ese entonces trabajaba en el Hospital Moreno Vásquez y asistí al espectáculo de música en donde se presentaban los Miño Naranjo. Más tarde, fui invitado a la Hostería La Ribera, donde se hospedaban los artistas y ahí tuve el privilegio de conversar con ellos y escucharlos cantar de cerca. Recuerdo, particularmente, cuando Eduardo le pidió a mi amigo Fernando Vargas que interpretara una canción, reconociéndole una voz privilegiada que tendía a tenor, como él.

Hoy, su voz se ha silenciado, pero el eco de sus canciones seguirá habitando las radios y discotecas, las guitarras de los trovadores y el alma misma de nuestro país. En un mundo donde el olvido es vertiginoso y el presente desechable, este cantor representa la voz que no muere, aunque ya no cante. ¡Adiós, Eduardo!: Que el concierto del infinito te reciba con la ovación que mereces. (O)

Dr. Edgar Pesántez

Médico-Cirujano. Licenciatura en Ciencias de la Información y Comunicación Social y en Lengua y Literatura. Maestría en Educomunicación y Estudios Culturales y doctorado en Estudios Latinoamericanos.

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