La agenda entre Trump y Putin, desarrollada en una base militar en Alaska, antiguo territorio ruso y punto estratégico durante la Guerra Fría, confirió un notable simbolismo a una conversación incompleta, debido al tema territorial, principal barrera para alcanzar la paz.
Rusia exige el reconocimiento de sus anexiones territoriales y la neutralidad de Ucrania, mientras que Ucrania insiste en la restauración total de sus fronteras, incluyendo Crimea, y la rendición de cuentas por el conflicto.
Sin duda, la reanudación del diálogo de alto nivel tuvo un impacto significativo. Para Moscú, la reunión constituyó un paso importante para establecer un canal de comunicación directo con la Casa Blanca, lo que fue visto por algunos analistas como una forma de mitigar el aislamiento. Paralelamente, Washington reafirmó su papel como mediador en un conflicto de magnitud internacional, una posición que muchos consideran crucial para la estabilidad regional.
En retrospectiva, aunque la cumbre no resolvió el conflicto, su impacto es innegable. El encuentro se interpretó como una oportunidad para que Rusia avanzara en el restablecimiento de lazos diplomáticos sin realizar concesiones substanciales en el corto plazo, y el rol mediador estadounidense quedó en evidencia. Sin embargo, el verdadero reto comenzará ahora: el futuro del conflicto dependerá de la capacidad de Kiev para asegurar un lugar en la mesa de negociaciones y de la voluntad de las partes para avanzar hacia una solución. (O)