Aunque no parezca, existe una línea muy fina entre la excelencia y el perfeccionismo, y cruzar esa línea no nos lleva al éxito, sino a la parálisis, al miedo, al estancamiento.
Adam Grant en Hidden Potential, señala que el perfeccionismo puede atraparnos en una visión de túnel en la que evitamos el error, pero eso, en lugar de ampliar nuestras habilidades, nos enfoca obsesivamente en dominar detalles cada vez más pequeños, perdiendo de vista los problemas más importantes, con lo que en lugar de avanzar nos estancamos.
Gordon Flett ha pasado años estudiando el perfeccionismo y ha encontrado que la obsesión por hacer todo perfecto no nos convierte en seres brillantes y productivos, sino en candidatos ideales para la ansiedad y una buena dosis de autoexigencia tóxica. Según Flett, el perfeccionismo nos hace sentir que nada es suficiente y que siempre estamos a punto de fallar.
Y es que el perfeccionismo no es solo un rasgo exigente; es una forma de miedo, ese miedo al error, al juicio, al fracaso, que todos hemos sentido alguna vez, y que nos lleva a hacer menos, a arriesgar menos, a aprender menos; ya que los mejores aprendizajes vienen de los errores, del intento fallido, del camino torcido.
El perfeccionismo se disfraza de virtud, pero si no le reconocemos y le desafiamos, no crecemos. No se trata de hacer las cosas mal a propósito, de no exigir nuestro mejor intento, o de no cuidar los detalles, sino de permitirnos ser humanos, de aceptar que podemos fallar y darnos cuenta de que ser demasiado duros con nosotros mismos nos magulla y atrofia poco a poco.
El progreso, como el aprendizaje, exige permiso para equivocarse. Y eso empieza por dejar de esperar la perfección y darnos permiso para aprender de nuestras decepciones. (O)
@ceciliaugalde