Siempre he pensado que la moto no es solo metal más gasolina, sino que es compañera del alma; que su motor ruge con el corazón, que comparte la adrenalina y que comparte la alegría de la libertad.
Ahora, la jubilación se invierte en gasolina y en infinitas rutas. La moto no es solo para acelerar, sino que es una pasión, una filosofía, una forma de vida. Nos conecta directamente con la naturaleza, con el clima, con el viento, con el paisaje y con el piloto mismo.
La moto enseña a vivir el presente con respeto: no solo se trata de llegar, sino de cómo llegar.
La moto dona la libertad, es el símbolo de la aventura, es una forma de acercarse al corazón de la misma naturaleza. Permite viajar por las montañas, cruzar los bosques, atravesar los ríos, sumergirse en las cascadas, vivir la salida del sol en el amanecer… vivir experiencias que no se comparan.
La moto ayuda a vivir la inmensidad de la naturaleza. Nunca el sonido del escape apaga el canto de un pájaro.
La moto y la naturaleza conviven en armonía; el respeto al medioambiente hace amantes de la madre tierra.
La moto se une consustancialmente con el paisaje. Al mirar por el visor del casco, deslumbra el entorno. El paisaje es la huella que deja el tiempo en la tierra. Cada río, cada árbol, cada camino polvoriento y cada pueblo nos cuenta su historia.
El paisaje transmite serenidad; el páramo sagrado recuerda que la naturaleza respira con infinita paciencia. Mientras que el paisaje urbano transmite dinamismo, las ciudades deslumbran y encantan.
El paisaje hace vivir lo visible y lo invisible, y nos hace saber lo que somos. (O)